Capítulo 11: El camino a Oz

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Pasado más de medio día de viaje, se vio frente a la casa de los Oliveira, y — por primera vez. — estaba nervioso y emocionado por tocar la puerta.

Se había tomado la molestia de bañar y alimentar al cachorrito en la casa de la pareja del cafetín apenas llegó a Caracas, así que el animalillo estaba con mejor ánimo. Lo tenía en una mano, con un lacito alrededor del cuello — detalle propuesto por la señora del cafetín. —, y en la otra, tenía una bolsita marrón, y en su interior, una caja con los dulces favoritos de su prometida.

Llamó a la puerta, y Jena — que estaba tan impaciente por su regreso que se había despertado antes que saliera el sol. — se apresuró a abrirle; lo abrazó con desbordante alegría al verlo, olvidando cualquier decoro o educación.

Luego de besarlo, miró al pequeño cachorro color blanco y canela y, enternecida por su carita peluda y su diminuta naricilla, no dudó un segundo en tomarlo entre sus brazos y abrazarlo con un desbordante cariño, preguntándole a Adriel de dónde lo había sacado.

Los Oliveira — que se vieron más tranquilos con su regreso. — amablemente les dieron algunos minutos de intimidad para que disfrutaran su reencuentro en la sala.

— También tengo otra noticia, miel. Y creo que te va a encantar. — musitó.

— ¿Cuál es? — se le iluminó la mirada, haciendo lucir sus ojos ambarinos aún más hermosos. En la media hora que habían pasado poniéndose al día ella no había querido bajar al cachorro de su regazo.

— He recuperado mi casa — enseñó las llaves, haciéndolas tintinear con los dedos. Jena soltó al perrito en el suelo solo para fundirse con él en un abrazo. —. Podremos casarnos cuando quieras, cariño. Sólo debes poner la fecha.

— No sabes lo feliz que me haces, Adriel. — lo tomó de las mejillas, extasiada y con su corazón rebosante de dicha.

Jena insistió en visitar la casa del chico, y él no dudó un minuto en ceder a sus deseos. Al día siguiente de su regreso, siendo ya primero de marzo — y el cumpleaños de Adriel. — pusieron rumbo a su antiguo hogar. Antes de partir tuvo que pedir la dirección exacta a João, pues para él esa información se antojaba como un recuerdo lejano y difuso.

Comenzó a reconocer las calles conforme se fueron acercando; recordaba los dos araguaneyes de la calle, las veredas y las rejas de metal con formas de corazones y flores; recordaba además los rosales de los vecinos, y reconoció inmediatamente los árboles de mango y guayaba en el patio de su propia casa — que estaban incluso más grandes que como los recordaba. —.

La ilusión avivaba el brillo de su ojo, y no dejaba de observarlo todo con sumo detalle, como si hubiese vuelto a ser un niño otra vez.

Jena también estaba rebosante de alegría, pero todo lo hacía un poco más despacio, a petición de él.

Se detuvieron frente a la reja del patio frontal de la gran casa con techo de tejas y paredes de color crema, en un estilo colonial que les recordaba a Europa de alguna u otra forma, aunque no sabían qué era exactamente; si tal vez eran los detalles de las paredes, las tejas, o quizás la mampostería.

Casi todas las casas de la calle tenían algo que las hacía encajar entre sí como un rompecabezas, sin arrebatarles la personalidad única y pintoresca.

El corazón de Adriel desbordaba de felicidad mientras más lo pensaba; estaba devuelta en su primer hogar, la casa de su infancia, de sus recuerdos felices.

El chico inspiró hondo, preparándose antes de meter la llave en la cerradura. Se alegró de sólo haber tenido que batallar un poco con el óxido y las viejas bisagras para que abriera, pues, no sabía cómo pasaría a Jena por encima de la reja sin que se arriesgara a un accidente terrible. La primera parte — que era ingresar al terreno. — estaba hecha, y sonrió, motivado por este pequeño éxito.

La máscara de NápolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora