Capítulo 18: Baño de Sangre

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El aire estaba cargado de muerte. Los árboles, altos y majestuosos, eran meros testigos mudos de la masacre que estaba a punto de desatarse. Valeria caminaba entre la maleza, su cuerpo impulsado por una rabia que ya no podía contener. Los sonidos de los forasteros resonaban a lo lejos: risas grotescas, el crujir de ramas bajo sus botas y el tintineo de las armas que llevaban consigo.

Valeria se detuvo en el borde del campamento enemigo, su pecho subiendo y bajando con una mezcla de adrenalina y odio puro. En su interior, algo rugía, algo ancestral y despiadado, como si la misma selva la estuviera poseyendo. Se quitó las botas, dejó que la tierra húmeda tocara sus pies desnudos. El contacto con la tierra la conectaba de nuevo con esa fuerza que ahora controlaba, ese poder oscuro que hacía que su piel hormigueara.

"Aquí termina," murmuró para sí misma, antes de lanzarse al abismo de la brutalidad.

Los forasteros, borrachos y desprevenidos, no vieron venir a Valeria hasta que ya estuvo sobre ellos. El primer hombre que la notó apenas tuvo tiempo de soltar un grito de advertencia antes de que Valeria lo derribara al suelo con una fuerza descomunal. Sus manos, afiladas como garras, se hundieron en la carne de su garganta, desgarrándola con una facilidad perturbadora. La sangre salió a borbotones, salpicando su rostro y cuerpo, mientras los ojos del hombre se apagaban en cuestión de segundos.

El caos estalló.

Los forasteros corrieron en todas direcciones, gritando órdenes, pero era inútil. Valeria se movía entre ellos como una sombra, rápida y letal. Atravesó a uno de los hombres con una rama afilada, el pedazo de madera perforando su abdomen como si fuera mantequilla. Los intestinos del hombre se derramaron sobre el suelo en un charco repugnante mientras caía de rodillas, gimiendo en agonía.

Valeria no se detuvo. Su mirada era la de una bestia salvaje, sus instintos de cazadora tomando el control absoluto. Sus dedos encontraron el rostro de otro hombre, y sin titubear, hundió sus pulgares en sus ojos, aplastándolos hasta que los globos oculares reventaron como uvas podridas. El grito de dolor que soltó fue un eco agónico que se perdió en la selva, mientras su cuerpo convulsionaba y caía inerte al suelo.

El campamento se había convertido en un infierno. El suelo estaba cubierto de cadáveres, miembros desmembrados y sangre. Valeria no mostraba piedad, no la sentía. Una furia fría y calculada la guiaba mientras rebanaba a otro hombre desde el hombro hasta el abdomen, sus intestinos resbalando fuera del corte como vísceras colgantes, mientras él intentaba inútilmente meterlos de vuelta en su cuerpo, aterrorizado ante su propio destino.

Un forastero más grande que los demás, armado con un machete, cargó hacia ella. Valeria esquivó con la agilidad de un felino, y con un rápido movimiento, giró a su alrededor, desgarrando su espalda con sus uñas afiladas, abriendo la piel y los músculos hasta el hueso. El hombre cayó de rodillas, gritando mientras su columna vertebral quedaba expuesta al aire, su cuerpo temblando convulsivamente antes de desplomarse.

Valeria sentía el poder recorrerla, una energía macabra que crecía con cada muerte que provocaba. Los forasteros restantes intentaban huir, pero la selva estaba de su lado. Las raíces de los árboles salían del suelo y atrapaban a los hombres por las piernas, impidiéndoles escapar. Valeria caminaba entre ellos, observando cómo se retorcían, implorando por sus vidas.

Un hombre joven, con el rostro deformado por el miedo, le suplicaba desde el suelo, atrapado por las raíces. "¡Por favor, déjame ir! ¡No quería hacer nada malo, solo... solo seguía órdenes!"

Valeria se agachó, sus ojos sin un rastro de compasión. "Órdenes," repitió, burlona. "Las órdenes no te salvarán ahora." Con una sonrisa cruel, arrancó su lengua de un solo tirón, el músculo colgando de su mano como un trofeo mientras la sangre brotaba a chorros de la boca del hombre. Su grito sofocado por el dolor resonó en la selva, mientras se ahogaba en su propia sangre.

Los pocos que quedaban intentaron un último ataque desesperado. Pero Valeria los despachó con una brutalidad inhumana. Un hacha voló hacia ella, pero lo esquivó con facilidad, y con un movimiento preciso, le arrancó el brazo al hombre que la lanzó. El hueso se astilló, dejando una cavidad vacía donde antes había un miembro, y el hombre cayó al suelo gritando mientras se desangraba lentamente.

Otro forastero intentó apuñalarla por la espalda, pero Valeria lo agarró del rostro y lo levantó del suelo, aplastando su cabeza contra un árbol con una fuerza tal que el cráneo se partió como una sandía, esparciendo sesos y sangre por todas partes.

Cuando el último de los forasteros cayó muerto, Valeria se quedó de pie en el centro del campamento, rodeada de cadáveres y charcos de sangre. Su respiración era pesada, pero en su interior sentía una calma extraña, como si el caos y la muerte le hubieran dado una especie de paz perversa.

La selva, en silencio, la observaba. Las raíces, satisfechas, se retiraron de los cuerpos sin vida, dejando el suelo cubierto de los restos de los forasteros que alguna vez osaron desafiar a la selva y a su nueva protectora.

Valeria miró sus manos, ahora manchadas de sangre hasta los codos. Un poder oscuro la envolvía, y sabía que algo había despertado dentro de ella, algo que ya no podía controlar... y que no quería controlar.

Aislamiento: La Selva de los SusurrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora