Samantha caminaba por los pasillos de la escuela, sintiéndose más pálida de lo normal. El agotamiento se le notaba en la cara, en la manera en que arrastraba los pies, como si llevara el peso de todo encima. Sabía que estaba mal, que había prometido dejar las pastillas, pero sus manos ya estaban temblando mientras se dirigía al baño. El miércoles había sido un día de mierda.—"No puedo creer que nos hicieras irte a ver, cuando lo único que hiciste fue patalear como una bebé" —la voz de su papá le resonaba en la cabeza. Estaba furioso, como siempre que algo no salía según sus expectativas. Sam había quedado en último lugar en la competencia, y sabía que eso no le iba a parecer.
—"Tanto que nos hemos esforzado porque tengas lo mejor, y no nos puedes dar el gusto de verte triunfar", la voz de su mamá había sido más serena, pero igual de afilada. Y esa serenidad era peor a veces, como si cada palabra fuera una sentencia.
—Samantha apretó los puños, recordando cómo había explotado. —Eso no tiene nada que ver —soltó finalmente, su voz cargada de rabia contenida—. ¿Por qué no solo se callan? Nunca me han dado lo mejor, solo están ahí para juzgarme, para no dejarme ser yo misma. Si tanto les molesta que no haya ganado, pues lo siento, pero ya no puedo más.
El sonido de sus zapatos sobre el suelo de la escuela la devolvió al presente. Se sentía pálida, como si esa discusión la hubiera desgastado más de lo que quería admitir.
Empujó la puerta del baño, entrando en el espacio tranquilo y frío de los azulejos. Las palabras de sus padres seguían dándole vueltas en la
Sacó una de ellas, el pulso ligeramente tembloroso. "Solo una... para aguantar el día", se decía, aunque sabía que eso era lo mismo que pensaba siempre. Justo cuando se la iba a llevar a la boca, la puerta del baño se abrió de golpe. El sonido la hizo sobresaltarse, y rápidamente guardó las pastillas, casi dejándolas caer.
Era Mariana y Paulina, sus viejas amigas, las que siempre habían estado con ella antes de que todo en su vida se empezara a complicar. Ellas reían, ajenas a su caos interno. Sam se limpió la cara rápido, forzando una sonrisa, y se giró hacia ellas.
—Sammy, ¡hola! —dijo Mariana con esa voz alegre que siempre la había caracterizado, como si nada hubiese cambiado.
—Hola —respondió Sam, su voz apenas un susurro, intentando no mostrar lo nerviosa que estaba.
Paulina la miró más detenidamente, notando algo raro en su semblante. —¿Estás bien? —preguntó con el ceño fruncido—. Te ves súper pálida.
—Sí... sólo no dormí bien anoche —mintió Samantha, rascándose la nuca para disimular.
—Oye, qué bueno que te encontramos aquí —intervino Mariana, como si no hubiera notado nada raro—. El viernes voy a hacer una fiesta en mi casa. ¿Te apuntas? Y puedes decirle a Alex también.