Capítulo 11: Refugio entre sus manos

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Elías me escribe un mensaje. Cuando lo abro, me encuentro con una sorpresa que me dio un poco de risa.

Elías: "¿Qué vamos a comer hoy?"

No pude evitar sonreír. Por dentro pensé: "¡Dios, quiero verlo! Me encanta." Estaba muerta de risa. ¿Cómo puede ser este hombre tan loco, aparecer así como si nada, y lo primero que piensa es en comida? Respondí rápido:

Patricia: "No sé, ¿qué quieres comer?"

Elías: "¿Paso por ti? Estoy cerca, donde mi mamá."

Mi corazón empezó a latir más rápido. Dios mío, ¿qué hace para ponerme así? Respondí intentando que no se notara mi emoción:

Patricia: "Perfecto, me ducho y te aviso."

Elías: "Perfecto."

Corrí al baño y me arreglé rápido. No quería exagerar, así que opté por un look sencillo, aunque no podía negar que estaba nerviosa.

A los pocos minutos, Elías ya estaba esperándome afuera. Subí al carro y me recibió con esa mirada suya, seria pero segura, que siempre me descolocaba.

—¿Tienes hambre? —preguntó con esa tranquilidad que solo él tiene.

—Siempre —respondí con una sonrisa cómplice.

Fuimos a comer a un sitio sencillo pero agradable. El lugar era tranquilo, perfecto para hablar sin prisas. La conversación fluía fácil, con momentos de risas y silencios cómodos. Me contó más sobre su día, sobre su mamá, y yo no podía dejar de observar sus gestos mientras hablaba, fascinada con la forma en que cada palabra suya parecía conectarnos un poco más.

Después de comer, dimos una vuelta corta en su carro. Las horas pasaron rápido entre anécdotas, pequeñas bromas y miradas fugaces que no necesitaban explicación. Cada momento se sentía natural, como si estuviéramos en ese punto donde el tiempo juntos no requería planificación, sino que simplemente sucedía.

Finalmente, me dejó en mi casa a eso de las cinco de la tarde.

—Gracias por hoy —le dije, inclinándome un poco hacia él antes de abrir la puerta del carro.

—A ti —respondió con una media sonrisa, suficiente para hacerme sentir una calidez inexplicable.

Mientras lo veía alejarse, sentí una mezcla de satisfacción y expectativa. Habíamos pasado unas horas juntos, sin grandes eventos ni momentos memorables, pero esa simplicidad me dejaba una sensación de plenitud.

Entré a mi casa y me dejé caer en el sofá. La tarde había terminado, pero dentro de mí algo seguía vibrando, como si su presencia aún estuviera conmigo.

A las ocho de la noche, empecé a sentirme un poco mal. Creo que la comida me cayó pesada. Claro, los días que había pasado sin saber de Elías, sumida en la tristeza, apenas había comido, y lo poco que comí no fue precisamente saludable. Ahora que finalmente disfruté de una buena comida, mi cuerpo lo estaba resintiendo.

Y, oh, no... ese ardor conocido comenzó a subir por mi estómago. Me estaba dando un poco de dolor de gastritis. Me acomodé en el sofá, esperando que el malestar pasara, cuando de repente me llegó un mensaje de Elías.

Elías: "¿Qué haces? Ven al bar."

Lo leí un par de veces, intentando convencerme de que no era buena idea salir en este estado.

Patricia: "No quiero, no me siento muy bien."

Elías: "¿Qué tienes?"

Patricia: "Creo que la comida me cayó pesada y siento que me dará gastritis."

Elías: "¡Con más razón ven para acá! No me dejes solo esta noche."

Me quedé mirando la pantalla. Por un lado, el malestar en mi estómago se hacía presente con fuerza, pero por otro, mi corazón latía al compás de ese deseo incontrolable de verlo. Dios, no aguanto. Quiero estar con él esta noche. Extraño todo de él.

Sin pensarlo más, me tomé una pastilla para la gastritis, y antes de que pudiera reaccionar, Elías ya había pedido un Uber para mí. Sus mensajes no eran peticiones, eran casi órdenes suaves que de alguna forma me encantaba obedecer.

El viaje al bar fue breve, pero suficiente para que mi mente se llenara de pensamientos, tratando de adivinar cómo terminaría la noche. Al llegar, lo vi esperándome con su porte serio y seguro, y sentí ese nudo en el estómago que nada tenía que ver con la gastritis.

Entramos juntos y, después de intercambiar algunas palabras en el bar, subimos a su habitación. Ese espacio que compartíamos como un refugio, donde el mundo quedaba afuera.

—Voy a darme una ducha rápida —me dijo, y desapareció en el baño.

Me senté en la cama, escuchando el agua correr mientras me sentía más tranquila. Cuando salió, con el cabello húmedo y un aire relajado, me miró con esa expresión de quien sabe que no hace falta decir demasiado.

—¿Quieres ver una película? —preguntó, como si fuera lo más natural del mundo.

Asentí. Nos acostamos en la cama, acomodándonos sin esfuerzo, como dos piezas que encajan perfectamente. La película comenzó, pero mis pensamientos estaban en él, en la cercanía de su cuerpo, en cómo todo se sentía tan fácil y a la vez tan cargado de significado.

Ya me sentía mejor. Elías seguía haciendo cariñitos en mi cabello. Dios, cómo amo cada vez que agarra mi cabello así, suave y sin prisas. Cada caricia suya envolvía mi mente en calma y me hacía sentir segura, como si en ese pequeño gesto todo lo que me inquietaba desapareciera.

Sin pensar demasiado, comencé a acariciar su pecho con movimientos lentos. Era como una rutina no planeada, un intercambio silencioso de afecto. Sentí cómo sus músculos se relajaban bajo mis dedos, mientras su respiración se acompasaba con cada toque.

Y ahí, entre las caricias, supe que lo único que necesitaba era eso: sentir la calidez de su piel y la tranquilidad de saber que estábamos juntos, aunque fuera en silencio.

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⏰ Última actualización: Oct 25 ⏰

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