Cap. 4 - El Profesor

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Tuve un poco de tiempo y pude terminar este capitulo, espero les haga pasar un buen rato. Gracias por su mente, por su tiempo.

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Marta.

Marta es una mujer analítica, capaz de dominar su mente con sorprendente facilidad. Posee la habilidad de ver más allá de lo evidente, procesando variables en cada paso, identificando patrones y conexiones que para muchos pasarían desapercibidos, lo que le permite anticiparse tanto a problemas como a soluciones con una precisión asombrosa. De ahí que sea tan eficiente en su trabajo. De ahí también que, con varios minutos de anticipación, dedujera que algo andaba mal esta mañana.

Lo interesante de ser una mujer de rutinas es que las variables en su vida son relativamente escasas, y cuando aparecen, las percibe casi de inmediato.

Como cada día, salió a correr; mismos pasos, mismas calles, las personas que se cruzaron en su camino le resultaban familiares. Nada fuera de lo habitual. Terminó la primera vuelta de su circuito sin contratiempos. Un hombre pasó corriendo a su lado. Ella ajusto sus audífonos, se detuvo en la misma calle de siempre para recuperar el aliento, miró a través del ventanal de la cafetería, observó a la morena sirviendo café, y continuó su trote.

Entonces, un sutil detalle llamó su atención: las zapatillas de aquel hombre no tenían marcas de desgaste. Es decir, cualquiera puede comprarse zapatillas nuevas, ¿correcto? Pero para alguien que llevaba una camiseta que proclamaba "Soy el campeón", su trote no parecía propio de un corredor habitual. Lo dejó pasar, registrando ambos detalles sin esfuerzo.

Al comenzar su segunda vuelta, una pregunta le cruzó por la mente: ¿quién en su sano juicio estaciona un coche en la esquina más vulnerable a golpes, teniendo espacios libres y más seguros a los costados? Probablemente un idiota. Un idiota que, además, no apartaba la mirada de ella, aunque no de la forma acostumbrada. No observaba sus piernas ni su figura como otros lo harían; parecía estar mas interesado en sus movimientos, medir cada uno de sus pasos. Una alarma interna se activó, sutil pero firme.

A medida que avanzaba, Marta comenzó a unir los puntos. Sabía muy bien dónde tendría que disminuir la velocidad, en qué intersecciones su recorrido se volvía más predecible. Y allí estaban ellos, los extraños, los idiotas. Habián estudiado su rutina. Era evidente, la iban a secuestrar.

Su mente trabajó rápido. Tres puertas abiertas a su alrededor: el restaurante de desayunos, lleno de gente; una casa de cambio, más silenciosa; y la recepción de su edificio, al final de la calle. El restaurante era su mejor opción. Calculó la distancia, el tiempo que tardaría en llegar y lo disimulada que debía mantenerse para desviarse hacia allí. Pero justo en ese instante, apareció Fina. La forma en que Fina la miró, directamente y sin palabras, fue suficiente para alertar a los hombres. Marta lo comprendió de inmediato: esa breve interrupción, esa fracción de segundo, desencadenaría el ataque. Los hombres, al hacerse conscientes de que estaban a punto de perder su ventana de oportunidad, actuarían. Y eso hicieron.

Pese a todo, incluso a su malhumor, Marta intentó mantener el control. Lo intentó todo el día, pero ahora, cuando un loco excéntrico la priva de su libertad, la encierra en un baño con una desconocida y, más que sugerírselo, le exige abrir uno de los mecanismos con menor probabilidad de ser forzado —y, peor aún, de ser localizado—, incluso ella es capaz de perder un poco el equilibrio.

No quiere admitirlo en voz alta, pero si su libertad depende de abrir esa bóveda, sus probabilidades se han reducido a cero. ¿Cómo le explica eso a Fina? No es presuntuosa, pero es impecable en su trabajo; no por nada le pagan tanto y vive en un penthouse. Maldito penthouse. Y ahora, aquí está: atrapada en su propio infierno personal.

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