El reverendo

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Estaba preparada para entrar, de pie ante la puerta del despacho del reverendo. El cuerpo le temblaba de pies a cabeza. En su frente tenía un brillo de sudor frío. Sacó un pañuelo de uno de los bolsillos de su vestido de flores, y se limpió. Desde hacía unas semanas sentía un miedo atroz por el reverendo. Respiró profundamente.

Abrió la puerta, y entró.

El padre Jones estaba sentado a la silla revisando unos papeles o documentos encima de la mesa. A su derecha tenía la Biblia, asomando un marcapáginas por la mitad. Alzó la cabeza cuando percibió una presencia. Con los nervios Margaret olvidó llamar a la puerta.

-Perdone reverendo, siento haber pasado sin llamar -se disculpó Margaret visiblemente nerviosa.

El padre Jones mantuvo durante unos segundos la respiración, y exhaló.

-Tranquila, señorita Margaret -dijo el reverendo-. En el Templo de Jesús las puertas están abiertas a todos. No sigas ahí de pie, y siéntate.

Avanzó con pasos lentos a la silla que estaba junto a la mesa enfrente del reverendo, y se sentó. Tenía la cara pálida, y unas ojeras muy visibles.

-Cuéntame que te trae por aquí -dijo el reverendo con la mirada fija en los ojos de Margaret.

-Reverendo, últimamente mi hijo Eric y yo echamos mucho de menos a nuestra familia, y nuestra casa -contestó Margaret que no podía mantener el contacto visual, y desviaba la vista hacia la ventana. Desde la que podía verse un cielo azul. Sus manos estaban metidas debajo de sus piernas, y la tela de su vestido.

El padre Jones prolongó su silencio antes de hablar.

-Señorita Margaret, ahora nosotros somos su familia y este templo es ahora su hogar. -su tono era agradable, y pausado.

-Es solo que...queremos irnos. Mi hijo Eric necesita acudir a la escuela, y yo... -Margaret dejó la frase a medias. Sentía un fuerte dolor en la cabeza, como si la estuviesen atravesando cientos de agujas.

-Te entiendo Margaret, pero solo estás pasando por un bajón anímico, una cierta nostalgia al pasado -respondió el reverendo. Sus ojos parecían dilatarse mientras seguía mirando con intensidad a la mujer.

Una inmensa nube negra ocultó el sol, y la luminosidad del despacho se convirtió rápidamente en penumbra. Dos diminutos destellos rojos emergieron de pronto en los ojos del reverendo. Margaret movía a un ritmo frenético su pierna derecha, y miraba como la nube se desplazaba y dejaba el sol al descubierto. El cuarto recuperó de nuevo la luz del día.

-Estoy en mi derecho de marcharme si quiero -la voz de Margaret sonó más fuerte, descontrolada. Sacó las manos de debajo del vestido, y con los puños cerrados golpeó con fuerza sobre la mesa. Tenía el ceño fruncido, y se mordía el labio inferior intentando controlar el dolor de cabeza cada vez más intenso.

Silencio.

El reverendo Jones adoptó una posición más firme en la silla, con la mirada fija en ella, y manteniendo el mismo rostro amigable con el que seducía a los miembros de su templo.

-El mundo fuera de estas paredes no quiere a personas como nosotros; libres de espíritu. La sociedad está podrida. Aquí en el Templo de Jesús estás protegida, a salvo. Rodeada de tus hermanos, y hermanas. Acaso no sientes el amor de todos nosotros; tu familia. -dijo el reverendo manteniendo sus ojos clavados en Margaret. Era como si estuviese dentro de su cerebro, hurgando, moviendo, cambiando unos pensamientos por otros.

Margaret se echó las dos manos a la cabeza, y gritó. El dolor estaba siendo muy doloroso, insoportable. Sentía como de un momento a otro su cabeza estallaría en mil pedazos, y sus sesos decorarían las blancas paredes de este despacho.

-Margaret, mírame; solo quiero lo mejor para ti, y para tu hijo Eric -dijo el padre Jones. Sus ojos emitían un brillo rojizo hipnotizador apenas perceptible para Margaret-. Créeme todo saldrá bien, todo saldrá bien. Ahora te levantarás, te marcharás, y olvidarás esta conversación.

Margaret se levantó aturdida de la silla, le costaba mantenerse en pie; se apoyó con las dos manos a la mesa. Le costaba respirar. Inhaló y exhaló profundamente. Tenía la mirada perdida, y su rostro se mostraba más pálido desde que entró unos minutos antes. Se marchó sin despedirse; sintiendo un vacío en su mente, y con unos nuevos pensamientos.

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