La moneda de plata (Parte II)

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-Veo como me mira, y entiendo que en su misma situación no creería ni una sola palabra de un viejo como yo, le entiendo -dijo Flanagan.

Cogió su maletín que descansaba entre sus rodillas, lo apoyó entre sus piernas, insertó un código de tres números, y abrió el maletín enseñando el interior a Andy. Sus ojos parecían salir de sus cuencas, como esos juguetes que salen disparados al abrir una caja de madera.

-Ahora comienza a creer, no es así -afirmó Flanagan.

-Vaya, esto me pilla por sorpresa. Aunque todavía queda por resolver el apartado más sobrenatural de su historia. Y eso...me cuesta más creerlo.

-Te entiendo, Andy. Pronto llegarás a ese punto, no tienes nada que perder. Solo por escuchar mi historia te daré mil euros, más del doble de lo que acabas de perder en tu apuesta.

Flanagan sacó de su maletín diez billetes de cien euros, y se lo entregó por debajo a Andy.

-Esto es tuyo, Andy. Ahora pasaré al segundo de la historia. Confío en que serás listo, y que si quieres tres mil euros más, confíes en mí.

Flanagan miró con intensidad a los ojos de Andy, y este asintió. Se sentía como el protagonista de una película, o el personaje de una novela de misterio.

Flanagan sacó un frasco pequeño del interior del maletín. Era del tamaño de un dedal, con un tapón blanco, y en el interior un líquido blanco.

-Este pequeño frasco guarda en su interior unos 0,5 miligramos de cianuro. En cuestión de minutos dejara de latir mí corazón, y moriré. Justo ahí es donde entras tú. Cuando esté tumbado sobre el suelo del callejón tendrás que ponerme la moneda de plata en la frente -recitó Flanagan como si esto mismo lo hubiera repetido antes varias veces. -No importa por qué lado de la moneda lo pongas, es igual de efectivo. Después de que resucite tendrás los tres mil euros.

Andy echó un trago a su gin tonic sin saber que decir, pero con ganas de tener entre sus manos los tres mil euros. Mañana jugaban varios partidos de baloncesto que estaba seguro, esta vez sí, de acertar.

Flanagan llamó al camarero, y pagó la cuenta. Dejó diez euros de propina. Un acto generoso para que aquel camarero de la pajarita negra se acordara de aquel hombre de cabello canoso, y andares renqueantes. Andy se percató de las intenciones de Flanagan, en el caso que a él se le ocurriese llevarse el dinero, y dejarlo allí muerto.

Flanagan se bebió el líquido incoloro ante la atónita mirada de Andy.

En la esquina del pub Stars había un oscuro callejón. En la entrada había varias cajas de cartón apiladas unas encima de otras, y tres cubos de basura. Una farola en la calle principal era el único foco de luz que se colaba en el callejón. Apenas alumbraba.

Flanagan y Andy se adentraron en el callejón.

-Podrías partirme una de esas cajas de cartón para tumbarme en el suelo, y no ensuciarme el traje -dijo Flanagan que comenzaba a sentir los efectos del veneno.

Andy asintió con la cabeza, y cogió la primera caja de cartón. Una caja verde con las letras impresas de Heineken. El olor a cerveza inundó sus fosas nasales. La partió con las dos manos, y la dejó estirada en el frío suelo del asfalto.

Flanagan no solo tenía la frente perlada de su sudor, todo su cuerpo estaba cubierto de una capa de sudor frío, su respiración estaba entrecortada, cada vez le costaba más inspirar y exhalar, y veía un poco borroso. Rápidamente se tumbó encima de los cartones, pero antes, entregó la moneda de plata a Andy. Este sostuvo la moneda entre la palma de su mano derecha sintiendo su peso, y mirando ambos caras de la moneda. Una de ellas mostraba una especie de demonio con la lengua sacada y un par de cuernos sobresaliendo de su cabeza, y en la otra cara se veía una cruz alargada con signos celtas, y de una lengua desconocida.

Tumbado en la caja de cartón verde, Flanagan exhaló su ultima bocanada de aire con el maletín cogido entre sus brazos.

El ruido del motor de un coche sacó a Andy de su asombro mientras contemplaba el cuerpo sin vida de ese viejo. Aquel hombre mayor con el que hasta hacía un poco hablaba. Tal vez, fuese por la bebida o porque era como si estuviese dentro de una película de terror, seguía sin creer que esto fuese real. Es posible que todo esto no sea más que una maldita broma, y ahora aparecerán unas cámaras enfocando el lugar, y gritando el presentador o el cómplice, "has picado, Andy".

Lentamente caminó hasta Flanagan, y se agachó. Colocó la moneda de plata en el lado de la cara donde aparecía la cruz, y se alejó con miedo de allí. Esperó unos segundos apoyados en la pared, aunque a él le parecía que el tiempo no corría.

Andy percibió un ligero movimiento de la mano derecha de Flanagan, al instante abrió los ojos, y poco a poco se incorporó. Se sacudió el traje con las palmas de sus manos, y fue a su encuentro.

A pesar de la oscuridad del callejón, Andy pudo ver como la cara de aquel viejo canoso, y con arrugas, estaba más joven.

-Pero esto que es...-balbuceó Andy con la boca abierta, como cuando una fanática ve a su cantante favorito a escasos metros.

Flanagan tenía ahora el cabello oscuro, una abundante mata de pelo negro, las canas habían desaparecido. Su cuerpo estaba más erguido, sus piernas más resistentes, y su mente pensaba más rápido.

-Andy, esto es la inmortalidad -dijo Flanagan. -Y como lo prometido es deuda, aquí tienes los tres mil euros.

Andy estaba paralizado, perplejo, aunque intenta habar, de su boca no salía ninguna palabra.

Flanagan abrió el maletín pulsando los tres números. Cogió el dinero, y un objeto que ocultó con su mano derecha detrás de la espalda.

Andy seguía atónito, se había olvidado del dinero. Flanagan se acercaba llevando en su mano izquierda el dinero; y cuando estaba apenas a unos centímetros de Andy le hundió el cuchillo en la garganta. Un chorro de sangre manchó los vaqueros azules de Andy. Flanagan repitió el movimiento varias veces. Sus ojos se clavaron en el nuevo aspecto de Flanagan antes de caer al suelo. Se llevó las dos manos al cuello intentando detener el flujo de sangre. Es fascinante como la vida cambia en un suspiro.

Flanagan limpió el cuchillo con un pañuelo, y también restos de sangre entre sus dedos, su mano, y su chaqueta. No podía dejar ningún cabo suelto, tenía que mantener en secreto de inmortalidad y juventud. Esto bien valía un sacrificio. Sacó el móvil de su bolsillo, y pidió un Uber.

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