[1] El Pelotudo

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—Oh, doctora —canturreó una enfermera joven, algo sorprendida, pero contenta de encontrarla en Sala de Urgencias—. Aquí tengo las ampolletas —anunció triunfante, y le mostró el medicamento junto a una de esas bobaliconas sonrisas que tenía.

Daniela Sandoval apretó los labios, irritada, pero intentó tranquilizarse. Se dijo que esa chica, de no más de veinte años, seguramente sufría de alguna clase incapacidad intelectual, así que no debía odiarla…, aunque, por culpa de ella —y de su estado mental—, hubiese tenido la experiencia más aterradora de toda su vida.

Un momento atrás, en el piso de pediatría, Dany le había pedido a esa enfermera… Tania —o como se llamara—, un par de ampolletas de metamizol. Nada fuera de lo común, solo un par de malditas ampolletas de metamizol, un antipirético muy utilizado gracias a su efecto casi inmediato para bajar la temperatura corporal y, eso era justamente lo que su pequeño paciente, de seis años, necesitaba: que su temperatura bajara rápidamente.

Dany se comprometía —y preocupaba— por todos y cada uno de sus pacientes a un nivel personal, aunque tenía un especial cuidado con los niños. Estos siempre le habían gustado —por eso se especializaba en pediatría y hacía tantas horas de prácticas como podía—, y se sintió muy frustrada cuando, diez minutos luego de haberle pedido las ampolletas de metamizol a esa enfermera prácticamente —que el director del hospital le había asignado con el único propósito de fastidiarla, porque, ¡oh, sí! Dany estaba segura de eso: Antonio Jáuregui, su marido, siempre hacía esas cosas para sacarla de quicio—, no había señales ni de ella, ni del medicamento.

¡Diez malditos minutos esperándola! Dany laboraba en el hospital San Basilio, un hospital privado que, si bien, no era el más grande de la ciudad, sí gozaba de buen prestigio y, aunque tenían un importante número de pacientes a diario, diez minutos eran excesivos. ¿Qué estaba haciendo la enfermera? Ella solo debía bajar dos malditos pisos, llegar a la farmacia interna y solicitar el medicamento, ¿era tan difícil? Dany se disculpó con los padres del menor —quien ardía en fiebre de casi cuarenta grados— y bajó ella misma a buscar el metamizol, y al llegar a la farmacia, le pareció casi imposible cuando le dijeron que no tenían el medicamento, pero que en Sala de Urgencias había mucho y podía tomar algo prestado. Eso podría haber explicado el retraso de Tania —no el mental: su demora—… si la Sala de Urgencias no estuviera justo frente a la bendita farmacia. Dany fue allá, quedándose igual de impresionada del poco personal que se encontraba ahí —quizás una doctora y dos enfermeras—… pero no Tania.

«Bueno —pensó—, al menos no tenemos heridos de gravedad», de cierta forma, eso la hacía sentirse satisfecha; cualquiera diría que ella era una mujer bastante aprensiva —nada bueno para un médico—, pero la realidad era que la desdicha ajena, en general, la afectaba. Tenía un nivel de empatía muy alto.

—Gloria— saludó ella a la jefa de Urgencias apenas entrar.

Gloria García era su mejor amiga y lo había sido los últimos cuatro años.

—Hola— se limitó la doctora, quien atendía a una adolescente.

—¿Puedo coger unas ampolletas de metamizol? —preguntó Dany, dispuesta a buscarlas ella misma para no interrumpir a su amiga.

—Las que gustes. Están en el estante; las llaves están puestas —le indicó, metiéndose las olivas del estetoscopio a las orejas.

Y Dany fue al fondo de la enorme sala a buscar las ampolletas… pero no pudo hacerse a ellas: el armario del medicamento estaba justo al lado de una camilla que tenía cerradas las cortinas plásticas. Cortinas gruesas, diseñadas para dar absoluta privacidad al paciente, por lo que Dany no pudo ver la figura que se movía al otro lado…

Cuando las Estrellas hablan ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora