[2] Impresión

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—Amo los asados —declaró Daniela, completamente convencida, acomodándose de espaldas entre los brazos de Lucas—. ¿Cómo pude vivir tanto tiempo sin ellos? —Se encontraban sentados en la banca de un parque cercano a la parrillada argentina donde habían comido; Dany había comido un corte llamado «vacío» que le recomendó Lucas.
A su comentario, el muchacho no respondió, se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió.
—Quieyo subiiii —escucharon cerca de ellos en voz de un niño pequeño.
Dany buscó el propietario y se encontró con un niño, de no más de tres años, que señalaba a su madre un carrito, en forma de vagones de tren, que paseaba niños por el parque.
—Qué lindo es —se le escapó decir.
—¿Qué cosa? —preguntó él, ayudándola a recostarse sobre la banca y a apoyar la cabeza en sus piernas; cuando ella se reacomodó, él entendió que la navaja de resorte, que siempre llevaba en el bolsillo derecho de su pantalón, la había incomodado.
—Ese niño —le explicó—. ¿No es adorable?
Lucas —cambiándose la navaja de bolsillo— lo contempló en silencio y decidió que solo era un niño regordete y ya, no tenía nada en especial.
—Te copan los nenes —comentó, sin darse cuenta: a ella debían gustarle mucho los niños para encontrar a ese «adorable».
La futura pediatra lo miró desde abajo, arqueando una ceja: «Pues me gustas tú», era lo que quería decirle. Lucas soltó un bufido y sonrió; alargó su mano derecha, alzó un poco la blusa de Daniela, descubriéndole el ombligo, y acarició su vientre distraídamente mientras daba una calada suavísima a su cigarrillo. Ella pensó en que le gustaba verlo fumar —aunque, al decir verdad, le gustaba verlo hacer de todo—. Lucía tan guapo con el cigarro entre los labios, y cada uno parecía durarle horas. Le daba caladas tan pequeñas, que lo de él parecía simple costumbre el tener el cigarrillo entre los labios, y no verdadero vicio.
—¿Por qué no tenés ninguno? —preguntó él, tras expulsar el humo.
¿Un qué? ¿Un niño?
Dany dudó en responder a eso, pero antes de darse cuenta estaba contándoselo:
—Porque no puedo. Hace años tuve un embarazo, pero lo perdí.
—¿Qué perdiste?
¿Qué? ¿Cómo que qué había perdido? Se sintió expuesta ahí, recostada sobre la banca metálica, apoyada sobre sus piernas, y se incorporó, acomodándose los cabellos. Cuando lo miró, lo encontró viéndola, esperando respuesta. Realmente él no había entendido.
—Al bebé —susurró apenas.
Lucas frunció el ceño con suavidad.
—Pero, ¿por qué no podés? No entiendo. ¿Te quitaron el útero o algo?
—No —ella torció un gesto suave y sacudió la cabeza—, está ahí, pero… toda intervención tiene sus riesgos. —Miró el carrito con forma de tren; este se había alejado tanto que no se oían ya las risas de los niños.
—Y te tocó a vos —dedujo él.
Ella asintió pausadamente, dando por terminado el tema, pero entonces él preguntó:
—¿Cuándo pasó eso? —y en su voz no parecía haber un interés real, por lo que la pregunta resultaba curiosa.
—Hace años —quiso dejar ella el tema—. Ya muchos años.
—¿Cuántos? —insistió él.
—Tenía dieciocho —le confesó, y continuó hablando—. Estudiaba medicina en ese momento.
—Re inoportuno —sentenció él.
Dany no pudo evitar sonreír; siempre la animaba su sencillez.
—Quizá, pero yo estaba muy contenta. Me hacía mucha ilusión tener un hijo.
—¿Posta? —él pareció sorprenderse—. ¿Qué te dijeron tus viejos?
—Hnm. —Dany sacudió la cabeza—. No tenía. Mi padre murió cuando yo tenía dos años y mi madre había muerto unos meses atrás.
Lucas asintió en silencio, cavilando sus palabras.
—¿Por eso te casaste? —le preguntó, sin preámbulos—. Con tu marido. ¿Por eso te embarazaste y te casaste con un viejo, para que te bancara?
¿Bancara? ¿Para que la mantuviera? Dany se atragantó con su propia saliva. A veces su sencillez se volvía algo ofensiva. Él siempre decía todo lo que se le venía a la cabeza sin pensar en si era correcto o educado, o no. No tenía ninguna clase de filtro.
—No. —Se sentía casi agraviada—. El padre del niño era otro hombre. —Nunca había hablado de eso con nadie. Ni siquiera a Antonio se lo había contado, pero sentía la necesidad de decírselo a él. Tal vez quería dejarle en claro que ella no necesitaba que nadie la mantuviera y, sobre todo, que jamás habría tenido un hijo para semejante fin—. Él era un completo idiota. Ahora que lo pienso, fue una bendición que me mostrara el cobre, de otro modo, hasta me habría casado con él.
Lucas frunció el ceño.
—¿Terminaron cuando abortaste?
—No. Lo dejé antes. —Ya no sentía molestia en hablarle de eso: quería ponerle las cartas sobre la mesa de manera muy firme—. Él ni siquiera supo que yo estaba embarazada.
Lucas torció un gesto suave, de incomprensión:
—Tenías dieciocho, estabas embarazada, estudiando, ¿y lo dejaste?
Ella se encogió de hombros, en silencio. Él sacudió ligeramente la cabeza.
—¿Y con qué pensabas sostener al pibe y a vos misma? —inquirió.
Daniela se sintió sorprendida por la pregunta. Lo recorrió con la mirada. En Lucas solo veía a un muchacho joven, guapo, con una seductora sonrisa que decía: «¿Problemas? Oh, sí, creo que se los causo a la gente, pero nunca me he hecho responsable de ninguno». Parecía, en otras palabras, una persona que había tenido una vida fácil, que no tenía preocupaciones, que no pensaba en el futuro ni conocía el sufrimiento y, por ende, desconocía la palabra «empatía».
Se sorprendió al descubrir que él era más inteligente —que pensaba en más— de lo que parecía a simple vista y, siendo así, encontró extraño que estuviera preguntando por un tema que muchos hombres evitarían: si un hombre no se interesa realmente por una mujer, no le importa lo que ella hace, o a qué se dedica, o su pasado, o siquiera su apellido; de hecho, era un tema que incluso muchos hombres evitarían: hablar de sucesos dolorosos es mucho más íntimo y personal que el mismo sexo.
Se pueden mantener relaciones sin conocer a la persona, pero hablar de los malos ratos requiere, por una parte, de confianza y, por otra, de interés.
—Mis padres me dejaron una pequeña herencia —se escuchó decir, con recelo; evitó mencionar que además cobró el seguro de vida de su madre, y que esta había tenido varias propiedades que destinaba al alquiler—. ¿Por qué preguntas?
Lucas sacudió la cabeza.
—Curiosidad —dijo.
Y Daniela se sintió avergonzada. ¿Qué opinión se había formado él sobre todo lo que le había dicho? Pensó en que un delincuente no tenía derecho a juzgar a nadie, pero… la opinión de Lucas, por algún motivo, le importaba.
—Debes estar pensando que fui una adolescente desequilibrada o libertina, pero la realidad es que…
—No —la interrumpió él, tajante. Y aunque utilizaba un tono serio, su voz era suave—. No creo que una mina que se embaraza joven sea una trola. No todos los embarazos en la juventud están relacionados con el… «libertinaje» —citó el término que ella había elegido y se rio—. ¡Qué palabra! Hasta hoy, no he conocido a una sola persona a la que no le guste garchar, así que levantar el dedo y señalar a otro que concibió un pibe por haber disfrutado del sexo, es tan inteligente como bardar o criticar a otra persona porque está respirando o envejeciendo: todos lo hacemos.
»Además, una niña embarazada, quizás es una niña descuidada, o mal informada, o en el peor de los casos, abusada; quizá no físicamente, pero sí de ventaja: la vieron sola, o confundida, o necesitada de afecto, y algún hijo de puta se aprovechó de eso, ¿entendés lo que quiero decir?
»No creo que hayas sido una libertina, Daniela. Creo que estabas sola, tu vieja había muerto y vos volvías cada noche a una casa exactamente igual a como la habías dejado: platos sucios en el fregadero, ropa tirada en el piso, una cama desarreglada…, todo igual, nadie que te reproche si no arreglás nada, nadie que se preocupe por vos, de si morfás o no, de si volvés o no, porque nadie se da cuenta. Si desaparecés un día, nadie va a saberlo… por lo que nadie va a buscarte, tampoco. Cualquiera podría hacer con vos lo que quiera.
»Y el suicidio, cuando sos joven y tenés miedo, cuando te sentís indefenso, parece una gran opción. Casi deseás la muerte. A fin de cuentas, nadie va a notarlo. Nadie te necesita. A nadie le importás. Y te sentís patético al darte cuenta de que, lo que querés, es cariño, pero que nadie está dispuesto a dártelo… no al menos el que vos querés.
»¿Acierto?… ¿Vos querías cambiar eso con tu hijo? —tanteó.
Pero Daniela no tenía aliento con el cual contestar… ni palabras para haberlo hecho, tampoco. Ya no estaba sorprendida. Ya no sabía el nombre de lo que sentía… o de si existían palabras para describirlo. Él verdaderamente parecía un muchacho de pensamientos sencillos y de nula experiencia, pero sus palabras eran las de una persona que conocía el dolor, la soledad, la miseria… y entonces Dany se dio cuenta: «cuando sos joven y tenés miedo, cuando te sentís indefenso»… comprendió que él era capaz de entender su tristeza, su soledad inmensa, el miedo y la lástima por sí misma, porque también él lo había vivido.
Quiso saber cómo es que él se había quedado solo, pero no se atrevió a preguntárselo.
—¿Qué edad tenía tu madre cuando naciste? —no encontró otra manera de indagar en su pasado. Nunca hablaban de eso; él siempre cambiaba de tema cuando ella mencionaba el disparo.
—Quince años —respondió Lucas—. Pero ella no tenía una herencia: su vieja la rajó de su casa. Éramos solo ella y yo.
Al escuchar eso, Daniela se sintió profundamente avergonzada de haber preguntado, pero también quería saber más. Las palabras salieron de su boca mientras ella lo pensaba:
—¿Y dónde está tu madre ahora?
—¿Hnm? Pues… en el mismo lugar de siempre hace once años. Muerta.

 Muerta

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Cuando las Estrellas hablan ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora