¿En la corte real?

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Rechazé su oferta y me levanté a duras penas, mi cuerpo me dolía a horrores.

Cuando me puse de pie, me flaquearon las piernas y caí de rodillas en el barro seco, ahogué mi grito de dolor mordiéndome el labio inferior con fuerza hasta que brotó un hilillo de sangre que recorrió mi barbilla.

No había más opción que arrastrarse.

—¿Tanto te resistes? Anda, ven— me cogió el brazo y lo puso alrededor de sus hombros, levantándome ligeramente del suelo.

Me sorprendí ante su gesto pero no me alejé, es más, posé mi cabeza en su hombro, cerré los ojos lentamente, mi respiración se volvió lenta y profunda.

Lo único que escuchaba eran pasos, si no me equivoco también gritos de enfado, y por último… silencio, un silencio sepulcral inundó el terreno.

Alguien me dejaba suavemente en la cama, estaba casi segura que no era la mía, no era blanda, pero ni por asomo era dura; mi cuerpo descansaba plácidamente, mi pecho subía y bajaba regularmente mientras mis pulmones se llenaban de oxígeno, expulsaban dióxido de carbono y así sucesivamente.

Unos rayos de sol como la mantequilla atravesaron la ventana y alumbraron mi rostro, parpadeé lentamente y me senté en la orilla de la cama.

Punzadas de dolor llenaban mi cuerpo de pies a cabeza como cuchillas afiladas, hice una mueca de dolor.

Me encontraba en un sitio familiar, estaba sentada en una cama de terciopelo de color blanco brillante, allí se podía apreciar un armario elegante que al parecer estaba abierto y sorprendentemente lleno de vestidos de todos los colores, desde sencillos hasta con florecitas en todos lados; las paredes estaban pintadas de un extraño color gris pálido que en ellas yacían algunas mariposas monarcas, la puerta doble estaba enmarcada de un color blanco, mientras la puerta tenía varias flores del mismo color.

Vestía un vestido sencillo que no conocía, era de un color rojo vino, mi pelo estaba brillante y recogido en un moño bajo, algunos rizos de mi cabello caían despreocupadamente en mi frente, a causa del calor, algunos se adherían en esa zona.

«Toc toc»

Alguien golpeó la puerta con suavidad, me puse de pie y me apoyé en el precioso armario, al llegar a la puerta, giré el pomo con suavidad, con cuidado de no aplastar ninguna florecilla.

Allí se encontraban por lo menos cuatro guardias reales, todos ellos con un uniforme rojo y negro y, por supuesto, con armadura. Iban armados. Y aquellas armas me apuntaban a mí, más concretamente a mí corazón.

Entre ellos pude reconocer a un joven de ojos verdes, era imposible no reconocerlo en cualquier lugar, siempre formal, esta vez llevaba el pelo peinado hacia atrás, sus ojos brillaban incluso dentro del palacio.

—Soltad las armas. Ahora— su tono de impotencia resonaba en la habitación, los hombres hicieron tal y como ordenó el príncipe y guardaron las espadas en los cinturones.

Le hice una reverencia y alcé la mirada para verlo a los ojos, allí existía vida, pero solo mis ojos rozaban una parte superficial de ella.

—Buenos días, señorita Kiara— chasqueó los dedos e inmediatamente los acompañantes dieron media vuelta y desaparecieron por los largos pasillos— ¿Pasó una buena noche en la corte real? Si algo no es de su gusto puedo ordenar a los criados…

—Buenos días, señor, no se preocupe, no sabe cuánto se lo agradezco…

Me mandó una sonrisa de medio lado.

—Un placer, querida— un bonito rubor me recorrió las mejillas tintándolas de un tono rojizo.

—¿Y le puedo preguntar la razón por la cual estoy en el palacio?— pregunté deseando que no lo haya incomodado con mi pregunta.

—Por supuesto que sí, verás, un tal Axiel pensó que te habías desmayado, vino hasta el palacio y pidió ayuda, nos ofrecimos a ayudarte, le dijimos que no se preocupara, entonces solicitamos nuestras mejores sirvientas para que te vistieran, peinaran, maquillaran…

—Se lo agradezco muchísimo— realmente le agradecía tanto que hubiera hecho eso de verdad, que se hubiera tomado la molestia en saber cómo estaba.

—Es un honor para nosotros servirle, señorita— lo miré con admiración— y… en el caso de tu familia…

—¿Qué le pasa a mi familia?— mi cara le inundó una abrumadora sensación de preocupación, ¿Qué quería decir con ello? ¿En qué estaban involucrados mi familia en esto?

—Bueno, señorita… creo que no está preparada por como ha reaccionado.

—¿¡Que no estoy preparada!?— exclamé, sin duda había perdido el control— vos sacaste el tema ¿y ahora no quiere explicarse?

—Querida, será en otro momento, ahora debería descansar— me mordí la lengua para no decirle algo que sonaba ofensivo, él hizo una  reverencia y se fue, su silueta se veía cada vez más pequeña, hasta desaparecer por las luminosas zonas.

Apretaba los puños con fuerza hasta que los nudillos se emblanquecieron y, sin saberlo siquiera, expulsé el aire que Dios sabe cuánto tiempo estaba reteniéndolo.

Muchas preguntas abrumaban mi mente como un torbellino de suposiciones ¿Por qué había sacado el tema de mi familia? ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué estaba aquí?

Por muy bonito que fuera este lugar, que lo es, no estaba tranquila conmigo misma, nunca lo estoy, pero ahora no lo estaba más, sentía un peso encima de mí enorme, una carga.

Sentía un calor abrasador dentro de mí, me levanté y me aflojé los puños apretados, allí se encontraban marcas de uñas.

Me conduje hacia el pequeño tocador que se hallaba cerca de la doble puerta blanca, era grisáceo y con varias decoraciones de flores y signos, en él se encontraba un peine de oro, un espejo de tamaño medio enmarcado con oro y con piedras preciosas tal y como puede ser el diamante.

Me reflejaba en el espejo como una chica joven, con rizos castaños claros y los ojos del mismo color, estaba muy delgada, no es que me parecía raro y el vestido me quedaba bien, creo.

Se oyeron otros golpes en la puerta, suspiré.

—Adelante— el ser seguía tocando la puerta como si no la hubiera escuchado— Puede pasar.

Se seguían escuchando golpes sin cesar, fruncí el ceño.

Fui rumbo a la puerta, que parecía tambalearse por el traqueteo de los golpes.

Abrí la puerta completamente.

—Señor, ya le he dicho que puede pasar— dije al ver a un hombre, no muy viejo, alrededor de los treinta años, con un uniforme negro, una corbata blanca y un chaleco gris.

Sus ojos oscuros no reflejaban absolutamente nada, como si mirara un vacío, me miraba directamente a los ojos, pero a la vez no me miraba; su pelo negro brillaba a causa de la luz artificial y estaba peinado de lado.

Llevaba una bandeja que seguramente era de plata y una toalla en la mano.

— Señorita Hightston, primero, está mal visto que un hombre entre en la habitación de una doncella como usted…

—No soy una doncella— le interrumpí.

—En fin, el príncipe Adriel le comenta que vaya a desayunar en el salón, si se pierde, mala suerte.

  N/a: Grax a todos los lectores que apoyaron mi historia desde un principio

Un reino caído Donde viven las historias. Descúbrelo ahora