Salto de Fé

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Ya no era novedad que trotara por el terreno en construcción al costado de la montaña. La maquinaria humana había deformado el antiguo monte para formar una autopista. La obra avanzaba lentamente, pero las cicatrices en la tierra eran cada vez más profundas. A mi izquierda, los barrios privados exhibían sus casas ostentosas. A mi derecha, el pedemonte cuyano se defendía como podía, con sus yararás, cóndores, culebras, vicuñas y pumas cada vez más arrinconados. En medio, un limbo de tierra removida, ni monte ni autopista, marcaba la frontera entre dos mundos.

Mi vida nunca fue precisamente un cuento de hadas. Dormía en cualquier rincón donde el sol me calentara y, por la noche, merodeaba por los alrededores. En las casas vecinas siempre me esperaba un festín: un pedazo de piel de pollo, restos de una lata de atún... Incluso, en cada hogar tenía un nombre diferente: Michi, Señor Gato, Pelusa, Peque, Gordo, Don Gato, y un largo etcétera. Pero yo tenía un nombre real, uno que me dio mi madre antes de que los humanos me arrebataran de su calor y me impusieran su identidad.

"Los humanos son crueles y despiadados, cachorro", me susurró un día entre ronroneos mientras me acicalaba. "Nunca confíes en ellos, pues su crueldad no tiene límites. Querrán moldearte a su imagen, pero no lo olvides: fueron ellos quienes tuvieron que moldearse a nosotros, no al revés."

Mi madre, criada por una familia humana, fue abandonada pasados los meses de Navidad. Dejó de ser una gatita tierna y controlable, y fue dejada a su suerte en un descampado lleno de basura, a un costado de la ruta hacia Chile, como si fuese un objeto viejo y sin ningún valor.

La vida de los gatos es una ruleta de la suerte desde el momento de nacer. Unos somos desechados en bolsas de plástico y arrojados al río, y otros somos acogidos por el calor de nuestra madre. Mis hermanos no tuvieron suerte. Aún recuerdo cómo los humanos llegaron a nuestro escondite y los metieron en un cajón de verduras. Nunca más los volví a ver. Mi madre los buscó por todas partes, desconsolada.

Aún era un cachorro de 6 meses cuando ella no regresó. Salí a buscarla siguiendo su rastro, pero solo encontré su cuerpo sin vida en el asfalto, partido a la mitad y con las vísceras esparcidas. Sus ojos ya grises y su boca llena de gusanos me indicaban que había pasado demasiado tiempo. No volvería a verla.

Por toda aquella tragedia, habiéndome quedado solo desde muy pequeño, no me quedó otra opción que recurrir a los humanos, esas criaturas que se jactan de su capacidad de raciocinio pero no parecen darse cuenta de su gran disfrute por el dolor ajeno. Nada de lo que hacen lo hacen por mera supervivencia. Están tan enajenados y acostumbrados a tenerlo todo, que su único entretenimiento parece ser hacer sufrir a seres que consideran inferiores.

Los bebés agarrarán nuestro pelaje y tirarán de él mientras ríen felices, los niños destruirán hormigueros enteros o cortarán por la mitad una lombriz, los preadolescentes arrancarán las patas a las arañas, los adolescentes patearán a un perro, los adultos meterán cachorros en una bolsa de plástico y los tirarán en la basura para que sean triturados por el camión de desechos. No importa en qué etapa de su vida se encuentren, siempre estarán haciendo daño de una forma u otra.

Pero hay algo de lo que me he dado cuenta con el paso del tiempo vagando entre callejones y avenidas, y es que el ser humano es increíblemente manipulable. Parecen tener una necesidad innata de buscar nuestra aprobación, como si un ronroneo de nuestra parte pudiese validar por completo su existencia.

Desvié mi camino hacia aquel barrio privado previamente mencionado. Era hora del almuerzo y ya había tomado una decisión muy importante para comprobar que mi teoría sobre los humanos era cierta. Pegué un salto al paredón que dividía el barrio con el exterior e ingresé a aquella burbuja, donde los humanos adinerados se encerraban en una comunidad en la que todos fuesen iguales y parecían no querer salir de allí.

𝐇𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚𝐬 𝐲 𝐑𝐞𝐥𝐚𝐭𝐨𝐬Where stories live. Discover now