16. Veneno y veneno

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— ¿Cómo está ella? ¿John?

John se miró las manos fijamente, tratando de hacerlas dejar de temblar. Tratando en vano.

Ya habían pasado veinte minutos.

Debía calmarse, pero cuanto más lo intentaba los latidos enloquecidos de su corazón empeoraban, su respiración agitada se volvía un rugido y sentía el mundo inclinarse como si estuviera él mismo apunto de morirse. Se presionó la cabeza con las manos y se deslizó por la pared hasta el suelo, con un grito agonizante y desesperado que podría haber movido los cimientos de la casa.

Era una pesadilla peor que la muerte.

Era estar vivo sintiendo docenas de pequeños dolores, remordimientos y la más encarnada impotencia, ella se había desmayado en su brazos en esa escalera después de decirle con total claridad que tenía una herida de bala en la espalda y que aunque lo lamentaba por él se despedía.

John no le había creído, en ese momento. Fue su instinto negarlo todo y llevarla en brazos por las escaleras hasta su habitación dejando a todos y todo atrás, ella estaría bien una vez controlará su fiebre, ella estaría perfectamente. Pero mientras lo decía en un susurro que era más una plegaria, sus manos había comenzado a temblar y sus ojos ardían mientras le daba la vuelta y le quitaba el chal endeble por encima de los hombros. Se le cortó la respiración cuando descubrió una mancha húmeda en su omóplato.

Sangre.

«Dios por favor no» rogó pero mientras lo hacía la verdad teñía su voluntad como ese carmesí cruel.

Le terminó de aflojar el vestido con extremo cuidado para bajarselo por la espalda.

La pesadilla continuaba porque donde había sido una mancha, al desprender la tela descubrió un vendaje empapado que aunque habían anudado y cubierto apretadamente no hacía nada para ocultar lo inminente, John exhaló temblorosamente y dejó de rogar porque ningún Dios permitiría estos hechos.

Ella estaba herida de bala. Una fea herida que la ponía en el borde de la muerte.

Se golpeó la frente con sus puños y gruñó, con la pared fría de la habitación a su espalda.

Era su castigo, sin duda.

Era un imbécil por descubrirlo hasta ahora.

— John — alguien insistió llamando su nombre.

Debía atenderla con urgencia. Debía... Debía salvarla. Pero el terror lo mantenía preso y sus manos que eran sus herramientas no le obedecían, su mente destrozada estaba en un túnel sin salida y la imagen de ella boca abajo con la espalda cubierta de sangre lo perseguía a través de los ojos cerrados.

— ¡Jonathan, por favor! — lentamente regresó a la realidad cuando la voz exclamó frente a su rostro.

Era Dorian, tirando de su cuerpo para ponerlo de pie y sacudiendolo hasta que sus dientes castañearon, lo miró a los ojos y comenzó a respirar a borbotones. Su alma apenas regresando a su cuerpo.

— Responde, John. ¿Cómo está?

John no podía responder sin romper a llorar.

— ¿Está muerta? — preguntó una voz chillona.

— Shhh...

Esa última palabra lo terminó de sacar del estupor, el miedo fue reemplazado por un odio y furia fulgurante. Nadie iba mencionar la muerte en su presencia.

Nadie debía siquiera concebir la idea.

Georgiana no moriría. No ante a él. No de esa manera. No, maldita sea, no. Nunca lo permitiría.

El esposo de Lady Georgiana Donde viven las historias. Descúbrelo ahora