Santiago
Apenas dejé a una sirena dormida en mi departamento, salí.
No pude quedarme tranquilo por más que lo intenté y me dije que debía pensar con la cabeza fría, pero me es imposible hacerlo cuando hay tanta mierda girando sin parar en mi dañado cerebro, uno que grita: «muerte, muerte, muerte» cada puñetero minuto.
Es por eso que ahora estoy estacionado fuera de la casa donde espera el bastardo de Román Morgado a una mujer que jamás llegará porque antes muerto que permitir semejante situación.
Él jamás volverá a estar a solas con Vicenta.
De la guantera saco una navaja que me traje de Rusia y con ella bajo de la camioneta hacia la casa que es custodiada por la Guardia Presidencial, hombres que se encargan de la protección de todos los Morgado, especialmente del bastardo que gobierna el país.
Cada uno de los monigotes me reparan de pies a cabeza como si fuera basura e intentan detenerme con los cañones que apuntan hacia mi pecho, creyendo que con eso me harán dar media vuelta, pero están demasiado equivocados porque de aquí no me iré sin hacer lo que tengo en mente.
Estoy tan enfurecido, tan encabronado y cegado de ira que extraigo dos granadas de mi pantalón, una en cada mano, logrando que estos bastardos cobardes palidezcan y se abran como los maricones que son, formando así un camino que con el mentón en alto y espalda recta atravieso porque, a diferencia de ellos, no me acojona un simple juguetito explosivo.
—Eso, así me gusta, pendejos —me jacto, esbozando una sonrisa de medio lado que nada más los pone más blancos—. Cuidadito con denunciar esto, porque créanme que no me pesará quitarle el seguro a mis bebés.
Agito las granadas, logrando que uno que otro grite como una nena asustada.
—No se atrevería a detonar esas cosas en terreno militar, coronel.
—Ponme a prueba, bastardo —gruño entre dientes, llegando al sensor de la puerta donde coloco la contraseña que memoricé aquel día que seguí a Vicenta cuando salió de Bujía—. Avisados están y no me hago responsable de mis actos.
Ninguno dice nada y por ello cierro la puñetera puerta tras de mí.
Guardo las granadas en mi pantalón y camino hacia la sala de estar que es donde espero encontrar a Román, pero no está. En cambio, lo encuentro en el comedor, tragándose un plato de comida que seguro compró. No lleva su impoluto traje, sino unos simples jeans y camisa polo color blanca. Apenas me ve, sus ojos negros, tan idénticos a los míos, se llenan de una sorpresa asquerosa que me retuerce los putos intestinos.
—¿Santiago? —El presidente rápido se limpia la boca con una servilleta para verme con el ceño fruncido—. ¿Qué haces aquí, hijo? ¿Cómo entraste?
—Por la puerta —decido responder, solo para seguir llenándome de más furia ya que deseo estar infectado de esa emoción para hacer lo que mi cabeza suplica.
—¿Esteban te dio la contraseña?
—Tu rata albina no tiene qué darme una verga porque solo puedo entrar a donde me plazca.
—Es delito ingresar a casas ajenas, hijo —intenta sermonearme, poniéndose de pie y su altura nada más me nubla la razón.
Se necesita estar realmente pendejo para no ver nuestro parecido.
Claro está que le saco más altura y musculatura.
Además, estoy más guapo y soy más poderoso que él.