Capítulo 11.

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Pregunta rápida para quienes leyeron la versión anterior: ¿si les están apareciendo los nuevos cambios del libro?

Vicenta

El camión militar se hace paso a las instalaciones de la FESM veinticinco horas después, justo cuando el sol está oculto en el cielo. Para este punto ya no siento las nalgas, de hecho, creo que todos están como yo pues hacen muecas de completo desagrado e incluso se remueven como gusanitos en sus asientos.

El general de división, el general brigadier y el presidente de la república mexicana, esperan por nosotros y no lucen precisamente contentos, al menos los últimos dos porque mi tío está que se parte de la risa lo cual me hace ligeramente odiarlo por haberse prestado a la bromita del tonto de Santiago. ¿Qué tal si hubiésemos muerto? ¡Apuesto que no pensaron en eso!

Mi boca se siente demasiado seca, no sé desde cuando no bebo agua potable, pero ahorita podría terminarme una botella de un litro y medio. ¡En verdad estoy sedienta!

En mi lugar espero a que todos bajen del camión pues no quisiera ser empujada, menos cuando los cólicos siguen molestándome pese a que ya me tomé dos ibuprofenos más. Suelto un suspiro demasiado pesado y miro a Santiago de reojo quien está también esperando su turno para bajar. Ya no está empapado, tal como yo, y tampoco luce estar cansado por toda la odisea que nos hizo pasar. De hecho, vi que se durmió un rato, algo que yo no pude hacer.

—Pudiste avisarme, ¿sabes? —susurro con los labios fruncidos, captando su atención.

—Lo sé, pero decidí no hacerlo —la respuesta que me da aplasta mi pecho, pues creí que la confianza entre nosotros era mucha. Ya veo que no. Santiago parece notar el efecto que han provocado sus palabras porque viene a sentarse a mi lado—. No te pongas así, sirena.

—¡¿Y cómo diantres quieres que esté si nos engañaste de una forma demasiado horrible, Santiago?! —que le grite de esa forma no le gusta ya que tensa la mandíbula—. ¡Solo imagina lo que hubiera pasado si tiburones se hubieran atravesado en nuestro camino! ¡Estaríamos muertos!

—No pensé que fueras a molestarte tanto.

—¡Estoy furiosa contigo! —rebato, poniéndome de pie para bajar pues ya solo faltamos nosotros y si me quedo aquí adentro voy a meterle una cachetada—. Pusiste en peligro la vida de los que tanto he protegido de Esteban y eso no es para nada justo.

—No pensaba dejarlos morir, joder.

—¡¿No?! —alzo una ceja, mirando como su expresión se ensombrece—. ¡¿Y cómo pretendías defendernos a todos, genio?! —Santiago no me responde porque sabe que tengo razón—. Te creí capaz de todo, menos de asustarnos de esa manera.

Con rabia salgo del vehículo militar, mi piel sintiéndose demasiado caliente y desearía tanto poder sacarme el útero para darle unas buenas patadas porque, por su culpa, estoy así.

Camino con la frente en alto a través de las filas que han formado mis amigos y compañeros. Me posiciono en la cabeza de ellas, justo al lado de los capitanes Jordan, Villaseñor y Kozcuoğlu. Discretamente repaso a nuestras máximas autoridades intentando no revelarles el coraje que me hizo pasar el coronel Cárdenas, y aunque logro hacerlo, termino descomponiéndome cuando mis ojos se anclan con los del papá de Esteban.

Román Morgado es un cincuentón demasiado conservado. Es incluso más apuesto que su hijo. Tiene el cabello negro sin rastros de ninguna cana debido al tinte que seguro usa, posee un rostro afilado de mandíbula cuadrada llena de vello perfectamente recortado. Sus cejas son espesas, tiene labios gruesos y unos ojazos negros tan turbios que te hacen temblar del puto miedo. Es fornido, de hombros anchos, tórax marcado y una estatura fuera del promedio ya que mide metro noventa y cinco. Es casi tan alto como Santiago.

Tormenta (Libro 3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora