Vicenta
«Not Afraid» de Eminem resuena en la sala donde llevo entrenando desde hace tres horas. Los brazos me duelen, las piernas me arden, la espalda no la aguanto y mi corazón no ha dejado de latir frenético contra mi tórax ya que he estado golpeando el saco sin cesar con movimientos certeros que he ido mejorando con la práctica.
Es el tercer saco de boxeo que rompo, uno por hora, y el tercero que me ha tocado limpiar con la escoba y el recogedor, pero no importa porque el esfuerzo que estoy haciendo va a rendir frutos un día de estos.
Lanzo el golpe que pone a vibrar mi muñeca y brazo hasta el hombro, aprieto los dientes y levanto la pierna para atestarle una patada mortal que mueve al saco con brusquedad antes de agacharme para no ser impactada y volverme a levantar con destreza para así arremeter con un salvajismo nato logrando romper nuevamente el saco cuya arena no tarda en caer.
Cuatro.
Con este se suman cuatro.
El sexo que tuve con Santiago me dejó exhausta, dormí durante muchas horas, pero como viene siendo costumbre en las últimas semanas, las pesadillas me despertaron así que fui a la cocina por algo de comer y me vine aquí para entrenar.
Limpio el sudor que baja de mi frente y me arranco los guantes para tomar el recogedor junto a la escoba ya que debo levantar mi desastre incluso cuando los brazos me pesan como si tuviera cadenas amarradas.
Las risas de algunos soldados hacen eco a través del submarino, logrando que no se sienta tan vacío. He escuchado sus conversaciones ya que, en vez de hablar, gritan, y es así cómo me enteré de que Valentina ha mantenido sexo con muchos de ellos en el tiempo que llevamos aquí abajo. Mencionaron algo de «gang bang», aunque realmente no sé qué significa eso y ellos tampoco dieron muchos detalles.
Del mismo modo me enteré de que algunos captaron un olor putrefacto en las habitaciones del ala sur lo cual me provoca curiosidad porque, ¿habrá algún animal muerto? De todas formas, no es como que vaya a ir a revisar ya que, si soy honesta, me da flojera. Seguro es alguna rata muerta o yo qué sé.
Termino de limpiar y camino a la pequeña mesa donde pego un brinco para descansar. Agarro la botella de agua que me traje de la cocina y pierdo la mirada en los ventanales circulares donde el mar se ve mucho más clara que antes. Algo me dice que hemos ascendido un poco más.
De pronto, un recuerdo aparece en mi cabeza haciéndome sonreír.
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—Sí. El general Montalvo nos va a asesinar.
—¡El general Montalvo les pateará ese flácido trasero si no se mueven ya de su camino porque solo están estorbando! —gritan tras nosotros con un vocerrón demasiado horripilante y ambos nos ponemos firmes y tan lívidos como un muerto.
Jesús intercambia una mirada de soslayo conmigo y es como si estuviera diciéndome: «ya nos jodimos, Vicenta», algo a lo que le doy la razón porque si alguien odia la impuntualidad es precisamente el mejor amigo de mi tío Aurelio.
El general Adrián Montalvo nos inspecciona de pies a cabeza con mucho disgusto, como si fuéramos las feas cucarachas que aparecen en los baños cuando es de noche, esas que todo mundo pisa para matar, y eso me hace tragar saliva porque la semana pasada hizo llorar a unos sargentos lo cual fue espeluznante.
No sé qué hicieron, pero el general los obligó a caminar desnudos por toda la FESM mientras les gritaba insultos en decibeles inhumanos gracias al megáfono blanco que a veces lleva a los entrenamientos. Fue un espectáculo que todos miramos con horror y me hizo sentir pena ajena por esos soldados ya que incluso había mujeres.