Año 2008
15 de febrero del 2008, llegué junto a mi madre a la Fundación Nuestros Hijos para mi primera quimioterapia ambulatoria. No estaba nervioso ni nada por el estilo, de hecho, no tenía idea de lo que era una quimioterapia. Mi madre, por otra parte, estaba bastante preocupada de cómo iba a reaccionar ante tal tratamiento. Recuerdo que la recepcionista, la tía Marité, era muy simpática, al igual que las enfermeras que, a parte, eran muy amables y comprensivas. Desde un inicio me catalogaron como un niño muy valiente, por lo que esa etiqueta se me quedó grabada en la mente. "Soy valiente", realmente esa cualidad se quedó rondando en mi cabeza hasta el día de hoy.
Me senté en uno de los tantos sillones del lugar y las enfermeras me pidieron que estirara mi brazo para colocarme una vía por donde inyectar la quimioterapia. "Eres muy valiente", me decía la enfermera, y yo me creía ese cuento, por lo mismo, no sentía, o más bien, toleraba muy bien el dolor que provocaba la inyección de una aguja en el brazo. Una vez instalada la vía, se conectó el medicamento de quimioterapia tal y como se coloca un suero. Goteaba lento, o al menos para mí era así, se demoraba bastante en pasar la quimio completa, pero siempre estaba acompañado de mi madre, quien me entretenía con cualquier cosa para que mi percepción del tiempo transcurriera más rápido.
Recuerdo muy bien los eventos que viví en mi infancia mientras estaba en tratamiento por quimioterapia, sin embargo, la cronología, el orden de las cosas no las puedo recordar. Es por ello que para escribir esta historia tuve que recurrir a preguntas hacia mis padres. En esa línea, al finalizar la primer quimioterapia, regresé a casa en muy buen estado, pero eso no era más que el principio, los efectos de la quimio no se hicieron esperar por mucho tiempo. A los pocos días, sumado al dolor que me provocaba orinar con sangre, comencé a sentir mareos, náuseas e incluso vómitos. El apetito empezó a disminuir, todo me daba asco, no era capaz de tolerar una comida sin vomitarla después. Por lo mismo, mi abuela Rosa siempre me hacía platos especiales y apartes para mí.
En este punto, comienza una fase en la que me malcría mi abuela. Evidentemente no era con esa intención, sino que era por mi enfermedad. Siempre estaba disponible mi leche purita cereal en mamadera con la temperatura perfecta, un plato de comida que disfrutaba mucho como los tallarines con salsa de tomate y vienesas, mi cama hecha por mi abuela Rosa, por lo que nunca me preocupé de eso. Era consentido en todo, nunca tuve la enseñanza de hacer las cosas por mí mismo, porque siempre estaba mi abuela Rosa ahí, haciendo de todo por mí.
La segunda quimioterapia llega, yo llego considerablemente más débil que la primera vez, pero yo "era valiente", así que nuevamente tolero el dolor y permito que me pinchen mi brazo. Los exámenes de sangre, las vacunas, nada me hacía daño, inclusive, me gustaba mirar los procedimientos. Es increíble como un simple adjetivo puede hacerte sentir más seguro y fuerte. Sólo bastó que las enfermeras me catalogaran como valiente para soportar todos esos procedimientos. De hecho, muchas veces no podía entender el llanto de los demás niños cuando les sacaban sangre o cuando les inyectaban su propia quimioterapia.
Y así, llega marzo. Por supuesto, no podía asistir a una escuela normal, así que ingresé a kínder en la escuela que se encontraba dentro de la Fundación Nuestros Hijos. Ahí conocí a muchos niños, a bastantes amigos, e incluso, la primera niña que me gustó. Como nunca había estado en un colegio, para mí era normal el funcionamiento de esta escuela, a lo que voy es que, en una sala habían estudiantes de primero a cuarto básico, separados por grupos en mesas, así que la profesora enseñaba distintos contenidos en cada mesa. En otra sala, por ejemplo, estaban los chicos de quinto a octavo básico.
En mis primeros días de clase, noté inmediatamente una particularidad de la mayoría de mis compañeros, ellos no tenían cabello. Yo no tenía idea, pero iba por el mismo camino que ellos. Aún sin su cabello, encontré una niña que me deslumbró. Jamás me había gustado una niña, pero es que ella era muy bonita, además de simpática, muchas veces jugamos en la sala de juegos de la escuela. Su nombre era Isidora, aunque también encontré mi primer mejor amigo que se llamaba Bastián, con él jugaba en el patio en los recreos, y como yo era hijo único, mi manera de jugar era la imaginación, así que arrastré a Bastián al mundo de Resident Evil. Él era el personaje protagonista y yo interpretaba a los zombis. Yo amo la saga de Resident Evil, así como también otros juegos como God of War, Crash Bandicoot, entre otros. Sí, para ese entonces, ya tenía mi primer PlayStation 2 y en casa podía estar horas jugando en la consola. También conocí a otro niño, éste era de la sala de los de quinto a octavo básico, se llamaba Adrián, y me hice amigo de él porque nuestras madres se conocieron y se hicieron bastante cercanas.
Pasaban las semanas, los meses, y llegó un punto en el que mi cabello había desaparecido. Dependiendo del tratamiento de quimioterapia que se aplique, existen distintos efectos secundarios. Por ejemplo, no todas las quimioterapias hacen que se te caiga el cabello, algunas te hacen hinchar el rostro, las manos, los pies, ese era el caso de un compañero de clases que se llamaba Amaro, lo conocí bastante delgado, pero a las semanas estaba muy hinchado, con unos enormes cachetes en su rostro. El haber perdido mi cabello me hizo sentir muy triste, pero mi mamá me decía que ahora me parecía al Humberto "chupete" Suazo, jugador de la selección chilena en esos tiempos, y mi ídolo del equipo. Eso me hizo sentir mucho mejor. Pero el cabello no era lo único "malo" del tratamiento, sino que las náuseas, los mareos, dolores de cabeza, vómitos, eran sensaciones terribles. Sin embargo, uno de los más grandes problemas que también enfrenté en ese período, era mi notoria pérdida de peso. Estaba en los huesos, realmente un estado físico deplorable. Estoy seguro que a mi familia les afectaba de sobremanera verme así, sin cabello, débil, ultra delgado y con dolores de inmensas dimensiones.
Pasaron los meses y mi declive se hacía más evidente. Pese a ello, a lo difícil que fue tolerar las quimioterapias, en los controles con el doctor Bernstein las cosas marchaban relativamente bien. Cada cierto tiempo, debía hacerme ecografías y scanner para saber cómo evolucionaba mi tumor. Ese tipo de exámenes eran una verdadera tortura para mí, ya que para las ecografías debía asistir con la vejiga llena. Tomaba un montón de líquido mientras nos encontrábamos en la sala de espera. Muchas veces llegué a un punto en el que no aguantaba más las ganas de orinar, una sensación horrible. Tenía que esperar a que me llamara el médico mientras tenía mi vejiga a punto de reventar. En varias ocasiones no aguantaba más e iba al baño a orinar, justo cuando estaban a punto de llamarme para el examen. Cuando eso ocurría, simple y lamentablemente debía reiniciar todo el proceso y volver a llenar mi vejiga con líquido. Pese a lo terribles que eran esas experiencias, los exámenes arrojaban que las quimioterapias estaban siendo efectivas, todo el sufrimiento, el dolor, mi estado físico, el tormento del proceso, estaban dando buenos frutos.
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SARCOMA
Non-FictionDesde la profunda soledad que me entrega este hospital, he decidido escribir mi historia. ¿Para qué? no lo sé, tal vez sólo busco matar el tiempo y el aburrimiento, aunque quizás esto pueda ayudar a personas que pasan por una situación similar, o si...