CAPÍTULO 7

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Alex

-No lo hagas. Me serví una taza de café, me apoyé en la encimera y bebí un sorbo antes de responder: -No sé para qué me llamas, Andrew. Yo solo soy el jefe de Operaciones. Deberías hablar con Ivan. -Y una mierda -espetó Andrew-. Tú mueves los hilos, lo sabe todo el mundo. -Pues todo el mundo se equivoca, y no sería la primera vez. -Eché un vistazo a mi reloj Patek Philippe. Edición limitada, sellado herméticamente y resistente al agua, aquella pieza de acero inoxidable me había costado mis buenos veinte mil dólares. Lo compré nada más vender el software de gestión financiera por un precio de ocho cifras, un mes después de cumplir catorce años-. Bueno, es hora de mi sesión de meditación nocturna-. Yo no meditaba y los dos lo sabíamos-. Te deseo lo mejor. Seguro que te espera una emocionante carrera como músico callejero. ¿No estuviste en la banda del instituto?

-Alex, por favor-. La voz de Andrew se volvió una súplica-. Tengo familia. Hijos. La mayor empieza pronto la universidad. Sea lo que sea que tengas contra mí, no dejes que afecte a mi familia o a mis empleados. -Pero yo no tengo nada contra ti, Andrew -dije con tranquilidad, dando otro sorbo al café. La mayoría de la gente no tomaba café a esas horas por miedo a no poder dormir, pero yo no tenía ese problema. Yo nunca podía dormir-. No es nada personal. Son solo negocios. Me dejaba perplejo que todavía hubiera gente que no lo entendiera. Las relaciones personales no pintaban nada en el ámbito empresarial. O comías o te comían. Y yo no tenía ninguna intención de convertirme en una presa. Solo los fuertes sobrevivían, y mi objetivo era mantenerme en lo alto de la cadena trófica. -Alex... Me cansé de escuchar mi nombre. Siempre era Alex esto, Alex lo otro. Todos me pedían tiempo, dinero, atención o, lo que era peor, afecto. Era como un coro de voces. Realmente lo era. -Buenas noches. -Le colgué antes de que pudiera suplicar nada más. No había nada más triste que ver o, en este caso, escuchar, a un director ejecutivo convertido en mendigo. La adquisición hostil de Gruppmann Enterprises había ido según lo planeado. No me habría importado lo más mínimo esa empresa si no fuera porque era un peón bastante útil en la estrategia global. El Grupo Archer era una empresa de desarrollo inmobiliario, pero en cinco, diez o veinte años sería muchomás. Telecomunicaciones, comercio online, finanzas, energía... El mundo ya estaba listo para que yo lo conquistara. Gruppmann era un pez pequeño en la industria financiera, pero para mí era una piedra en el camino a mis ambiciones. Quería eliminar cualquier problema antes de meterme con los tiburones. Además, Andrew era un cabrón. Sabía a ciencia cierta que había comprado el silencio de varias de sus antiguas secretarias para que no lo denunciaran por acoso sexual. Bloqueé el número de Andrew por si acaso y anoté mentalmente despedir a mi secretaria por dejar que mi número personal cayera en manos de alguien de fuera de mi lista de contactos. Ya la había cagado unas cuantas veces: documentos con errores, citas mal programadas, llamadas perdidas de gente vip... Y esta era la gota que colmaba el vaso. La única razón por la que la había mantenido tanto tiempo era para hacerle un favor a su padre, un congresista que quería que su hija tuviera «experiencia laboral real», pero esa experiencia iba a acabarse a las ocho de la mañana del día siguiente. Ya me ocuparía después de su padre. El silencio resonó en el aire mientras dejaba la taza en el fregadero e iba al salón. Me desplomé en el sofá y cerré los ojos, dejando que me vinieran a la mente imágenes escogidas. No meditaba, pero esta era mi única forma de terapia.

29 de octubre de 2006. Mi primer cumpleaños como huérfano.

Sonaba deprimente cuando lo decía así, pero no fue triste. Tan solo... fue. Me daban igual los cumpleaños. Eran fechas sin sentido en el calendario que la gente celebraba porque les hacía sentir especiales cuando realmente no lo eran en absoluto. ¿Por qué los cumpleaños eran tan especiales si todo el mundo tenía uno? Antes pensaba que eran especiales porque mis padres siempre los celebraban por todo lo alto. Un año llevaron a toda la familia y a seis de mis mejores amigos a Six Flags en Nueva Jersey, donde comimos perritos calientes y nos montamos en la montaña rusa hasta acabar vomitando. Otro año, me regalaron la última PlayStation y fui la envidia de toda mi clase. Pero había cosas que se repetían todos los años. Me quedaba en la cama, fingía estar dormido y mis padres entraban a hurtadillas en mi cuarto con sombreritos de cucuruchos de papel y me traían mi desayuno favorito: tortitas de arándanos bañadas en sirope, con patatas y beicon. Mi padre sostenía la bandeja mientras mi madre se abalanzaba sobre mí gritando «¡Feliz cumpleaños!» y me hacía cosquillas, y yo me reía y gritaba. Era el único día del año en el que me dejaban tomar el desayuno en la cama. Cuando mi hermana aprendió a andar, se unió a ellos, y trepaba sobre mí y me revolvía el pelo y yo le decía que me iba a llenar la habitación de piojos. Ahora estaban muertos. Se acabaron los viajes familiares, las tortitas de arándanos y el beicon. Se acabaron los cumpleaños que me importaban.Mi tío hizo el esfuerzo. Me compró una gran tarta de chocolate y me llevó a un salón recreativo muy conocido en la ciudad. Me senté en una mesa en la zona del restaurante y miré por la ventana. Pensé. Recordé. Analicé. No había tocado ni una sola de las máquinas de videojuegos. -Alex, ve a jugar -dijo mi tío-. Es tu cumpleaños. Se sentó frente a mí, un hombre de complexión poderosa, con el pelo cano y los ojos de color castaño claro, casi idénticos a los de mi padre. No era guapo, pero era vanidoso, por lo que siempre iba bien peinado y con la ropa bien planchada. Aquel día llevaba un traje azul eléctrico que le hacía estar fuera de lugar entre todos aquellos niños pringosos y padres desaliñados que revoloteaban por el salón. Antes de «Aquel Día» no solía ver al tío Ivan muy a menudo. Mi padre y él se pelearon cuando yo tenía siete años, y mi padre nunca volvió a hablarle. A pesar de esto, el tío Ivan me había adoptado en lugar de dejarme abandonado en algún orfanato, lo cual supongo que fue un detalle por su parte. -No quiero jugar. - Golpeé la mesa con los nudillos. Toc. Toc. Toc. Un. Dos. Tres. Tres disparos. Tres cuerpos en el suelo. Me froté los ojos y me esforcé al máximo en expulsar aquellas imágenes de mi cabeza. Volverían, como todos los días desde Aquel Día. Pero no tenía intención de enfrentarme a ellas en ese momento, en mitad de un mugriento salón recreativo con moqueta azul y surcos de agua en las mesas.Odiaba mi «poder». Pero salvo que me rebanara los sesos, no podía hacer nada por evitarlo, así que aprendí a vivir con él. Llegaría un día en que lo convertiría en mi arma. -¿Qué quieres? -preguntó el tío Ivan. Volví la mirada hacia él. Me la sostuvo durante unos segundos antes de retirarla. Antes nadie hacía eso. Pero desde el asesinato de mi familia, todos se comportaban de manera extraña. Cuando los miraba, apartaban la mirada, no porque sintieran lástima por mí, sino porque me tenían miedo, como si un instinto de supervivencia en lo más profundo de su ser les gritara que salieran huyendo de mí sin mirar atrás. Era estúpido que los adultos temieran a un niño de once años, ahora doce. Pero no los culpaba. Tenían razones para tener miedo. Porque un día haría trizas el mundo con mis propias manos y le obligaría a pagar por todo lo que me había arrebatado. -Lo que quiero, tío -dije, con la voz ligera de un niño que aún no ha alcanzado la pubertad-, es venganza. Abrí los ojos y exhalé despacio, dejando que el recuerdo me inundara. Aquel fue el momento en el que hallé mi propósito, y lo recreaba todos los días desde hacía catorce años. Después de la muerte de mi familia tuve que ir al psicólogo durante varios años. A más de uno, de hecho, porque no hacía progresos con ninguno y mi tío los fuesustituyendo con la esperanza de que alguno funcionara. Nunca funcionaron. Pero todos me decían lo mismo: que mi obsesión por el pasado me impediría llevar a cabo un proceso de duelo y que tenía que centrar mi energía en otros objetivos más constructivos. Algunos sugirieron el arte y otros, el deporte. Yo sugerí que se metieran sus sugerencias por el culo. Los psicólogos no lo entendían. No quería sanar. Quería arder. Quería sangrar. Quería sentir el dolor más angustioso. Y muy pronto, el responsable de todo aquel dolor también lo sentiría en sus carnes. Multiplicado por mil.

Twisted Love - Ana Huang Donde viven las historias. Descúbrelo ahora