La puerta sin sombra

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El sueño era pesado, un caos de imágenes que se arremolinaban sin sentido, como hojas atrapadas en un vendaval. Elias no podía ver con claridad, pero sentía algo que lo jalaba, llevándolo a flote desde lo profundo, como si su cuerpo emergiera de un lago oscuro. Abrió los ojos y se encontró con un vacío absoluto.

Por un momento, pensó que seguía soñando. El lugar carecía de forma y límites; era una penumbra densa, casi líquida. Al bajar la mirada, descubrió con desconcierto que estaba parado sobre una superficie translúcida. Era lisa como el cristal, pero al mismo tiempo parecía viva, palpitante, como si respondiera a su presencia. Cada paso que daba producía un leve temblor, como si el suelo pudiera desaparecer en cualquier instante.

Se tocó el rostro buscando señales de sudor o cansancio, pero su piel estaba fría, casi ajena.

—¿Esto es real? —murmuró, pero su voz apenas fue un eco apagado que el lugar no devolvió.

Entonces lo sintió. No lo vio de inmediato, pero lo sintió: un leve cosquilleo en la nuca, un peso que crecía en su pecho con cada respiración. Al alzar la vista, distinguió una luz en el horizonte. Era débil, apenas un punto titilante, pero empezó a expandirse rápidamente.

No era una luz cálida ni acogedora. No traía claridad, sino una sensación inquietante, como si lo observara. Cuando creció lo suficiente, Elias entendió lo que era: una puerta.

No tenía marco ni paredes que la sostuvieran. Era alta y estrecha, hecha de madera oscura. Las vetas parecían moverse, formando patrones que confundían la vista si se les miraba por mucho tiempo. Algo en esa puerta parecía fuera de lugar, como si no perteneciera a este mundo.

Aunque no quería acercarse, sus pies comenzaron a moverse solos. Cada paso que daba hacía que el aire se volviera más pesado, vibrante, lleno de un zumbido grave que resonaba en sus huesos.

Frente a la puerta, vio el pomo: un anillo de metal desgastado. Dudó, escuchando una voz interna que le advertía que se detuviera, pero una fuerza desconocida lo impulsó.

Giró el pomo.

El crujido de la madera al abrirse fue profundo, casi doloroso. Una ráfaga de aire cálido lo envolvió, cargada de un olor extraño: tierra húmeda, hierbas amargas y un toque dulce que no logró identificar.

Al cruzar el umbral, todo cambió.

El cielo se tornó un mar de colores imposibles, un rojo oscuro que se mezclaba con púrpuras y dorados. Bajo sus pies, la hierba dorada brillaba como hilos metálicos bajo una luz sin fuente visible. A lo lejos, colinas ondulantes daban paso a un bosque de árboles negros que se torcían hacia el cielo.

Avanzó un paso, pero de inmediato sintió algo desgarrarlo desde dentro. Era como si el mundo le hubiese arrebatado algo esencial. El dolor lo dejó de rodillas, con un calor abrasador recorriéndole el cuerpo.

Cuando el dolor pasó, notó que algo no estaba bien.

Sus manos no eran suyas. Ahora eran más pequeñas, de dedos delgados y uñas cortas. Miró su reflejo en un arroyo cercano y se quedó helado. El rostro que lo miraba no era el suyo. Era el de una mujer.

Su cabello negro caía en cascada sobre sus hombros, y sus ojos, de un ámbar luminoso, reflejaban una intensidad desconocida. Retrocedió, tropezando consigo mismo, mientras trataba de procesar lo que veía.

Un ruido lo distrajo. Algo pesado se movía entre la hierba, avanzando hacia él. Al girarse, vio una criatura emergiendo del bosque.

Era alta, de forma humanoide, con un pelaje gris y desigual. Su cabeza parecía demasiado pequeña para su cuerpo, y de sus ojos rojos emanaba una luz ardiente. En sus manos sostenía una lanza de punta afilada.

Elias quiso correr, pero sus piernas no respondieron. La criatura lo observaba, inclinando la cabeza, hasta que emitió un gruñido bajo y amenazante.

—No quiero problemas —balbuceó Elias, levantando las manos.

La criatura avanzó, levantando la lanza.

En ese instante, algo ardió dentro de él. Un calor brotó de su pecho y recorrió sus brazos hasta sus palmas. Antes de entender qué pasaba, una ráfaga de luz azul salió disparada de sus manos, alcanzando a la criatura, que cayó inmóvil.

El brillo de sus manos se desvaneció lentamente.

—Curioso —dijo una voz detrás de él.

Elias se giró sobresaltado. Sobre una roca cercana, una mujer lo observaba con una sonrisa enigmática. Su piel pálida contrastaba con la túnica blanca que parecía capturar la luz.

—¿Quién eres? —preguntó Elias, todavía temblando.

Ella inclinó la cabeza.

—La pregunta no es quién soy yo, viajero. La verdadera pregunta es: ¿qué acabas de despertar dentro de ti?.

En el  eco de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora