Capítulo 6: El Resplandor de la Luz y la Sombra

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El rugido del dragón resonó como un trueno a través de las ruinas del pueblo. Su imponente figura, cubierta de escamas negras que parecían absorber la luz, se alzaba como una sombra viva entre los edificios en llamas. Sus ojos, dos orbes ardientes como brasas, observaban con un desprecio ancestral a los mortales que osaban desafiarlo. Cada movimiento de sus alas levantaba nubes de ceniza y polvo, oscureciendo el aire. El aliento ardiente del dragón se propagaba en un arco de destrucción, reduciendo las casas a cenizas y dejando cuerpos calcinados en su paso.

Los caballeros aparecieron como un rayo de esperanza, sus armaduras brillando bajo la luz anaranjada del fuego. Al frente, Garrik, el capitán de la guardia, avanzaba con una calma que solo podía venir de años de experiencia enfrentando la muerte. Su imponente figura, envuelta en una capa oscura que ondeaba al viento, destacaba entre el caos. Empuñaba una espada decorada con runas que parecían brillar con una luz propia, pulsando con energía mágica.

Garrik levantó la espada al cielo, y una llama azulada envolvió la hoja, iluminando los rostros de los guerreros que lo rodeaban. Sus palabras resonaron claras y firmes:

—¡Por el pueblo y por la justicia, no dejaremos que esta bestia avance un paso más!

Los caballeros cargaron con una coordinación impecable. Las lanzas y espadas relucieron al ser levantadas contra las escamas duras del dragón, mientras éste soltaba un rugido furioso. Los golpes caían como una tormenta, pero apenas lograban arañar su cuerpo. Con un movimiento rápido de su cola, el dragón barrió a varios hombres, estrellándolos contra las paredes de piedra. La fuerza del impacto los dejó inconscientes al instante, sus cuerpos inertes cayendo entre los escombros.

Garrik se movió con la precisión de un guerrero entrenado, esquivando las garras afiladas que intentaban alcanzarlo. Con un grito de guerra, lanzó un tajo directo al cuello del dragón. La espada, envuelta en llamas, atravesó las escamas y separó la enorme cabeza del cuerpo. Por un momento, el silencio pareció reinar, como si el mismo mundo contuviera la respiración.

Pero el alivio fue breve. Ante los ojos incrédulos de los caballeros, la cabeza decapitada del dragón comenzó a regenerarse, escamas y carne reconstruyéndose con rapidez sobrenatural. Un rugido aún más aterrador escapó de sus fauces, y con un movimiento devastador, lanzó un aliento ígneo que convirtió a otros guerreros en cenizas al instante.

Kaira, aún al borde del grupo, sintió cómo un hormigueo recorría sus manos. Era una sensación desconocida pero poderosa, como si algo dentro de ella respondiera al caos que la rodeaba. Miró sus manos, temblorosas, y supo instintivamente lo que debía hacer. Ilyana, a su lado, murmuró una oración mientras la miraba con ojos llenos de confianza.

—Hazlo, Kaira —susurró Ilyana—. Deja que la luz guíe tus acciones.

Kaira levantó ambas manos, apuntando directamente al dragón. Un rayo de luz pura emergió de sus palmas, surcando el aire con un brillo cegador. El impacto fue directo, atravesando el torso del dragón como si fuera de papel. Un rugido final, lleno de ira y dolor, escapó de la criatura antes de que su colosal cuerpo se desplomara, inerte, sobre las ruinas del pueblo.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

La Destrucción y el Deber

La magnitud del desastre se reveló con claridad al disiparse el humo. Las casas, antaño llenas de vida, eran ahora escombros humeantes. Los techos de paja, que alguna vez ofrecieron refugio y calor, se desplomaban como cascadas de ceniza, mientras las paredes de piedra se desmoronaban con un crujido de angustia. Los caminos, antes flanqueados por pequeñas flores y arbustos, ahora se hallaban bloqueados por columnas de escombros, con cadáveres dispersos por doquier. Muchos cuerpos yacían aplastados, otros calcinados hasta quedar irreconocibles. Una madre, abrazando a su hijo pequeño, estaba tendida entre los escombros, su rostro congelado en una expresión de terror, como si el viento hubiera susurrado la última advertencia antes de su muerte.

El pueblo entero estaba marcado por la huella imborrable de la destrucción. Un carro, cargado con provisiones, había sido volcado y reducido a chatarra ardiente, mientras las ruedas giraban inútilmente bajo el peso de la muerte que lo había invadido. El aire estaba cargado de cenizas que flotaban como fantasmas, suspendidas en el viento, y el calor de las llamas quemaba las entrañas del lugar. No había sonidos de vida, solo el crujir de las maderas chamuscadas y el lamento mudo de los que habían quedado atrás.

Ilyana y las demás sacerdotisas comenzaron a moverse entre los escombros con una serenidad absoluta, como si no fueran ajenas al horror que los rodeaba. Sus manos brillaban con un resplandor dorado, como si fueran portadoras de una luz que solo ellas podían comprender. Con cada gesto, cada palabra, la magia sanadora fluía de ellas, curando heridas y sellando cortes profundos en los supervivientes. Pero la tarea era titánica, y no todos los gritos que se alzaban hacia el cielo recibían respuesta. Había demasiados heridos y demasiado daño, y aunque su magia aliviaba el sufrimiento, el agotamiento comenzaba a asomar en los rostros de las sacerdotisas.

Mientras tanto, las casas que se mantenían en pie eran cuidadosamente observadas. Con delicadeza y rapidez, las sacerdotisas movían los escombros, liberando a los atrapados, pero siempre con la consciencia de que cada movimiento podía ser un suspiro de esperanza o un último intento antes de que la vida se escapara para siempre.

La magia de las sacerdotisas era conocida por ser una fuerza protectora y curativa. Su tarea era sanar a los heridos, proteger a los inocentes y rescatar a los atrapados, una habilidad destinada a salvaguardar la vida. Sin embargo, las sacerdotisas de alto rango, como Ilyana y su grupo, dominaban la magia sagrada defensiva, una magia rara y poderosa, creada específicamente para enfrentar amenazas como las brujas, quienes, muy raramente, se atrevían a desatar su maldad en el mundo. Esta magia era agotadora, un precio a pagar por el poder que contenía. Y en una batalla como la de hoy, donde el aire parecía pesado por el dolor y el miedo, este agotamiento se sentía en cada uno de sus movimientos.

Ilyana, al ver el esfuerzo de las demás, se acercó a Kaira, cuya mirada se mantenía fija en los horrores del pueblo. Las heridas de los caídos eran profundas, y la sangre que impregnaba el suelo contaba una historia de lucha, resistencia y, finalmente, derrota.

—Tienes el poder de curar también, Kaira —dijo Ilyana en voz baja, mientras la luz dorada de su magia iluminaba sus rostros—. Pero recuerda, cada uso de esta magia te desgastará. Aún no sabes cuánto.

Kaira, con los ojos llenos de una determinación nueva, asintió. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero aún quedaba tiempo para evitar que más vidas se perdieran. Con una respiración profunda, se adentró en el caos, dispuesta a usar su poder, aunque costara lo que fuera, para restaurar algo de la paz que la oscuridad había arrebatado.

En el  eco de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora