Salí de aquella cama desconocida, donde dormía un tío del que ni siquiera recordaba el nombre, y empecé a vestirme sin hacer ruido. Con los zapatos en la mano, caminé de puntillas hasta la puerta entreabierta, mientras me juraba a mí misma que jamás volvería a usar una web de citas, ni nada que se le pareciera, para encontrar al hombre de mi vida.
Me había bastado un mes y cuatro intentos, a cuál más desastroso, para convencerme de que aquello no era para mí. De la primera cita hui en cuando el tipo con el que había quedado me preguntó cómo me imaginaba a nuestros hijos y si me planteaba seguir trabajando después de ser madre. La segunda solo duró cinco minutos, el tiempo que tardé en descubrir que el modelo con el que llevaba dos semanas intercambiando mensajes era en realidad un divorciado que doblaba la edad.
Después fue el turno de Paul, un entrenador personal, amante de los animales, que, a juzgar por su conversación, parecía un chico bastante normal. A esas alturas, era un detalle prometedor que me hacía albergar una pequeña esperanza.
Quedamos para cenar en un restaurante del centro, muy cerca de Trafalgar Square.
Paul, que ya conocía el lugar, ordenó para los dos un menú veggie degustación y una botella de vino tinto. Cuando llegó el segundo plato, ya me había diseñado un plan personalizado de entrenamiento, que iba a transformar mi cuerpo menudo y blandito en uno mucho más esbelto y tonificado. Pese a su empeño por convertirme en una diosa del fitness, la cita iba bien, mejor que bien, y empecé a creer que por fin había encontrado a alguien interesante y compatible conmigo.
Hasta que llegó el postre.
Paul pidió una mousse de chocolate con helado de frambuesa y, al primer bocado, se transformó. Comenzó a lamer de forma extraña la cuchara. De arriba abajo y luego en círculos, como si fuese un chupachups, mientras me miraba fijamente a los ojos y hacía ruiditos raros con la garganta.
Fue de lo más inquietante.
Y desagradable.
Y cualquier posibilidad de que lamiera otra cosa se esfumó.
El cuarto y último intento... De ese intentaba escabullirme.
-¿Te marchas sin despedirte?
<<¡Mierda!>>, maldije para mí. Adiós a mi única oportunidad de largarme de forma cobarde para no enfrentarme a un momento incómodo y vergonzoso. Me di la vuelta y forcé una sonrisa poco natural.
-¡No! Yo no haría eso. Es que... llego tarde a trabajar y tú estabas tan dormido.
-¿Trabajas los domingos?
-A menudo, sí.
Se rascó la coronilla y su boca se abrió con un bostezo.
-Dijiste que eres diseñadora de moda, ¿verdad?
-Así me gano la vida.
-¿Y trabajas los domingos? Si solo dibujas y coses ropa. Se me escurrieron los zapatos y me agaché rápidamente a cogerlos.
-¿Qué has dicho? - le bufé.
Me miró de arriba abajo y sonrió para sí mismo.
-Era una broma.
Elegí creerle. Mi otra opción era lanzarle a la cabeza una figura de bronce que reposaba sobre la cómoda por ser un imbécil.
Se incorporó hasta quedar sentado, con la sábana cubriendo tan solo sus caderas.
-Me encantaría volver a verte.
-No sé sí...
-Anoche lo pasé muy bien, ¿tú no?
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Tú, yo y un tal vez
Storie d'amore¿Renunciarías a tu mundo por amor? ¿Bastaría ese amor, si perdieras todo lo demás? Él ha crecido en un entorno en el que las tradiciones y unos valores anclados al pasado dictaminan su futuro. Ella se siente tan perdida que le cuesta recordar quién...