Eran las tres de la mañana, hora pico. Los vagones estaban repletos: gentes de todas partes del mundo subían y bajaban arbitrariamente y con total libertad. Algunos se sujetaban con fuerza de los pasamanos; otros se hundían en sus asientos. Se percibía un suave perfume a rosas que parecía provenir de todos lados. Era muy agradable sentirlo. Refrescante, de alguna manera. Familiar. Hogareño, incluso. A Seungmin le gustaba.
Eran las tres y cuarto de la mañana, hora pico. Los vagones seguían repletos: cada vez subían más y más gentes de todas las razas y géneros. Junto a Seungmin se encontraba una mujer de unos treinta años aproximadamente, luciendo un vestido amarillo con estampado de margaritas, apoyada contra la ventana mientras dormitaba. Sujetaba a un bebé de meses, al que amamantaba aún en su estado de semiinconsciencia. En el asiento de enfrente se hallaba un hombre ya entrado en años, desaliñado y andrajoso, que roncaba de tanto en tanto mientras le recorría por el mentón un hilito de saliva. Seungmin, por primera vez en su vida, no le dio importancia al molesto sonido. Parecía que el pobre anciano necesitaba ese descanso.
Eran las tres y media de la mañana, hora pico. Los vagones alcanzaron su límite: gentes de todas las edades y tamaños se quedaron fuera porque perdieron el tren de ida o porque pasaron su parada. De repente, la serenidad que embargaba a los pasajeros fue reemplazada por gritos agitados y llantos desgarradores. Seungmin, conteniendo las lágrimas, observaba a los niños llamar a todo pulmón a sus padres, quienes corrían en un vano intento por alcanzarlos. Otros se abrazaban entre sí, como protegiéndose del ruido exterior. Los jóvenes lloraban a viva voz; los ancianos, en silencio. El perfume de las rosas fue desplazado por el de la tierra mojada. Además, se respiraba un hedor a pescado insoportable. Seungmin sintió náuseas y el estómago revuelto, aunque se encontraba vacío. Ya no quería quedarse; necesitaba aire limpio.
Eran las cuatro de la mañana, pasada la hora pico. Seungmin, por fin, alcanzó su parada.
«Llegué. Finalmente lo volveré a ver», pensó, incrédulo.
Su mirada se perdió en el horizonte. Estaba escéptico. ¿En serio volvería a verlo? No estaba seguro, pero ya había llegado muy lejos. Inhaló y exhaló, tratando de relajar su cuerpo. Sin embargo, estaba inquieto. Ansioso. Empezó a andar casi sin darse cuenta de que lo hacía. No tenía rumbo. No reconocía el sitio.
Las calles estaban desiertas y solitarias. Los faroles brillaban con gran intensidad, pero la oscuridad era realmente espesa. Los pocos árboles que adornaban las veredas estaban despojados de hojas, y las ramas, inestables y quebradizas, crujían por las caricias de la brisa. Los edificios circundantes, grises como el concreto, parecían abandonados. No sabía adónde ir. No conocía a nadie. ¿Dónde lo encontraría? ¿Cómo podría encontrarlo en esas condiciones?
Solo le quedaba seguir adelante.
El camino se le antojaba interminable. Sintió como si hubiera caminado por meses. Pasó por hogares deshabitados y locales vandalizados. Atravesó ríos turbios y otros resecos. Soportó los arrebatos de huracanes y los mares embravecidos. Conoció el entumecimiento debido a las bajas temperaturas y la nieve. Cruzó prados y campos cultivados, ataviados de girasoles que se despedían del sol poniente. Los días pasaban; las estaciones cambiaban; abril daba paso a mayo y mayo daba paso a junio. El tiempo corría sin descanso, mas Seungmin continuaba su recorrido con calma.
«Él está cerca, lo presiento», se repetía a sí mismo como un mantra.
Seungmin solo seguía adelante.
Empapado, solo podía repetirse «él está cerca, lo presiento», una y otra vez. Pero entonces, cuando la tormenta parecía alcanzar su punto álgido, el rugido de los vientos cesó y las gotas de lluvia dejaron de caer. El cielo, días atrás negro como el carbón e iluminado ocasionalmente por el impacto de las nubes entre sí, se abrió de golpe y cedió el paso al sol naciente. La tierra, horas atrás mojada y cubierta de charcos, algunos más profundos que otros, se secaba bajo la supervisión del sol de mediodía. Los caminos, minutos atrás indistinguibles de un arroyo o una ciénaga, se marcaban y serpenteaban hacia el sol poniente.
Y ahí estaba, tan hermoso como la última vez que lo tuvo entre sus brazos.
La brisa jugueteaba con sus cabellos azabaches, los cuales se encontraban lisos como de costumbre. Y, aun así, las puntas se curvaban y encogían sobre sí mismas. Su piel, de un tono miel delicioso, lucía tan tersa como la recordaba. Sus ojos, tan grandes y redondos como una perla, titilaban y se humedecían mientras más se acercaba Seungmin. Estaba ansioso por alcanzarlo, pero sus pies quedaron fijos en el suelo, incapaces de procesar que ese hombre al que tanto amaban estaba frente suyo. Los propios ojos de Seungmin no podían creerlo, no podían concebir el espectáculo que veían.
Él sonrió. Los últimos rayos del sol iluminaron su rostro, y se extendieron por todo el firmamento. Parecía una aureola, y él, el ángel que la portaba.
Seungmin cayó de rodillas.
—Te encontré, Han Jisung... —dijo, y la voz se le quebró.
—Entonces no mentías... —respondió Jisung, y su mirada se suavizó.
—Te lo había prometido, ¿no?
—Y lo cumpliste.
Bajo la luz de la luna y las estrellas, que parecían querer darles su espacio, se abrazaron de nuevo, como desesperados por sentir el calor del otro. Cobijados bajo el manto de la noche y rodeados de las luces titilantes de las luciérnagas, que parecían emocionadas al oírlos reír y susurrar secretos entre ellos, se dijeron «te amo» de nuevo, en ese tono tan meloso y reverente con el que antaño se trataban. Bajo la luz de la luna y las estrellas, y acompañados de las luciérnagas, sellaron su reencuentro con un beso y una nueva promesa: de seguir amándose más allá de los límites humanos, más allá del tiempo y del espacio, más allá del principio y el fin. Más allá de sí mismos, más allá de sus almas, más allá de la eternidad.
—Tío Innie. —La pequeña lo asió del brazo y lo sacudió ligeramente. Se sentía inquieta, desesperada; necesitaba respuestas. No podía dormir sin respuestas, aunque temía escucharlas.
Jeongin la miró, compungido. Se dijo que sería fuerte por ella, por él, por sí mismo, pero sí que resultaba difícil. Sus ojos se encontraron con los de la niña, tan grandes y esperanzados, brillantes como antaño lo fueron los propios, y supo al instante lo que iba a preguntar. Lo que Jeongin no sabía cómo responder.
—Papá Seung va a despertar, ¿verdad? Él no me abandonaría como lo hizo papi Sung. ¿Verdad que no, tío Innie? —Se asió con mayor fuerza al brazo de Jeongin. Su labio inferior temblaba. Sus cejas se alzaban apenadas. Y sus ojos, tan grandes y esperanzados, amenazaban con desbordarse y arrasar con todo.
Jeongin no quería ilusionarla, porque no lo sabía. No había certeza de que despertara. Solamente tenía una cosa, algo que ni la medicina, ni las estaciones, ni el paso del tiempo, le quitarían...
—Él lo prometió, Seoyoung, nos lo prometió...
Y eso pareció ser suficiente para ella. Suficiente para Jeongin.
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