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     -Nena, no te pongas así -dijo Rey-. Me imaginaba este momento celebrándolo con un poco de champán, no empezando una pelea. ¿No puedes verle el lado bueno?
     -¿Lado bueno? Aquí no hay lado bueno, José -contestó Vera. Se pasó la mano por el pelo y dijo-: Le vamos a deber al banco por mucho tiempo y no quiero tener deudas con nadie. -ahogó un pensamiento: tengo miedo que pase algo y no podamos pagar.
     -Bueno, algo saldrá. Siempre es así, ya verás. Tenemos los dos trabajo, con nuestros salarios combinados, más los bonos tendremos suficiente para pagarla, y aún ir de vacaciones. Ten fe.
     Vera se sintió un poco más tranquila. Él siempre tenía esperanza para el futuro y le sabía transmitir paz siempre que hablaban al respecto, pero un viejo instinto la hizo quedarse callada. Ese instinto que su madre le había legado. Casi podía escucharla advirtiéndole que no era la deuda de lo que tenía que preocuparse, sino de su poder. Podría ceder esta vez y darle lo que él quería, pero siempre que se hacía una vez, tenía que continuar. ¿Qué no su madre -que en paz descanse- le había dicho tantas veces que a los hombres les das la mano y te toman el brazo? Tenía que ganar.
     -Tomaste la decisión sin siquiera preguntarme, José...
     -Sabes que odio que me digas así -la interrumpió.
     -Así te llamas, ¿o no? -y antes de que pudiera contestar, siguió su discurso-: Ni se te ocurrió preguntarme. Ni siquiera se te pasó por tu cabecita avisarme que ya habías hecho el papeleo con el banco. ¿Qué tal que hubiera cambiado de opinión de la casa y ya no quisiera vivir ahí el resto de nuestras vidas? ¿Se te ocurrió? No, ¿verdad?
     Rey tomó aliento. Mentalmente contó a diez y contestó lo más tranquilo, pero firme posible:
     -Mi amor, no hay nada que se pueda hacer aunque ya no quieras vivir aquí, pero no veo porqué sería así. Tú me insististe que querías esta casa. Me suplicaste que querías vivir en los suburbios, cerca de donde tu madre descansa. Me agradó la idea, aunque yo habría preferido la ciudad, pero está bien. Le voy a dejar decidir a mi mujer...
     -Ah, entonces ahora yo tengo la culpa -interrumpió Vera.
     -Déjame terminar -replicó Rey realmente esforzándose por mantener la calma.
     -No, Rey, porque fuimos los dos los que queríamos esto. ¿O a poco tu querías algo diferente y nunca me dijiste? Fuimos los dos los que vimos esta casa y dijimos al mismo tiempo que la queríamos. Fuimos los dos los que decidimos esperar un año después de la boda para ahorrar y comprar la casa. Fuimos los dos.
     -Sé que fuimos los dos, y no me estoy quejando de eso...
     -¿Entonces de qué te estás quejando?
     -No me estoy quejando, sólo estoy diciendo...
     -Pues a mí me suena como que lo estás haciendo -dijo e hizo una mueca.
     -En serio, no me interrumpas. Odio que me interrumpan...
     Vera sabía que si lo hacía enojar, él diría algo de lo que se arrepentiría después -nada que no pudiera perdonar ella, Rey era demasiado suave-. Fingiría que en serio la lastimó -tal vez lloraría un poco para hacerlo más real-, y obtendría lo que fuera. Le diría que sí quería esa casa y que podía vivir con la deuda. Después irían de compras para compensar la pelea. Podría pedir lo que fuera. Los dos ganaban.
     -Ya, como quieras, José.
     -Cállate y déjame hablar.
     -Escucho.
     Vera cruzó los brazos. Puso sus ojos en blanco y fijó su atención en el techo, viéndolo como si tuviera una mancha asquerosa.
     -Esta fue la mejor oportunidad que tuvimos de conseguir una casa decente. Tuvimos suerte que el dueño hubiera sido mi compañero de secundaria y nos hiciera un pequeño descuento, pero no nos iba a esperar demasiado. Si no lo hacíamos de una vez, habríamos tenido que buscar otra casa, y no sé tú, pero yo sí quiero despertar aquí todos los días.
     -Ajá.
     -Escúchame, te estoy hablando.
     -Ah, pensé que ya habías acabado.
     -¿Te vas a portar así?
     -¿Así cómo, Rey? Yo sólo veo que tú estás levantando la voz.
     -No estás escuchando nada de lo que te estoy diciendo -intentó relajarse, no quería empezar una discusión, sabía que no era prudente.
     -Tú eres el que no está escuchando nada de lo que yo te he dicho.
     -¿Me vas a dejar hablar o vas a seguir ignorando todo lo que te diga?
     -¿Sabes qué, Rey? A la mierda todo esto, me voy a caminar un rato.
     El plan de Vera funcionó a la perfección, pero el costo fue caro. Su marido explotó como ella nunca lo había visto. Él nunca le dijo -ni le diría- que había ido a terapia de manejo de la ira desde pequeño. Nunca habían discutido, y la razón era que sabía que si lo hacían, podría dejar perderse. Parte de su rutina para controlar la ira era que, de ser posible, debía evitar molestias.
     -¡Zorra estúpida, nada te hace feliz! Que te den por el culo -azotó el puño en la mesa. Sus ojos de pronto se habían tornado de un color rojo intenso, sus cachetes se inflaban y desinflaban con un ritmo demasiado rápido, como si hubiera corrido diez kilómetros, sus cejas estaban arqueadas formando arrugas alrededor de ellas; parecía que había envejecido diez años en diez segundos. Pero lo más aterrador eran sus ojos, esos ojos que solían ser tan tiernos e inspiraban confianza, ahora de pronto inspiraban miedo. Mucho miedo.
     Nunca la había insultado, y nunca volvió a hacerlo, pero con una vez bastó para abrir una grieta como un bate al golpear el parabrisas de un auto. Vera ni siquiera tuvo que fingir el llanto porque salió natural.
     -¿Me acabas de llamar...?
     -Lo que oíste, pendeja -golpeó tan fuerte la pared que se abrió una herida en los nudillos. Salió de la habitación y respiró un minuto como le habían enseñado en terapia: «Inhala, piensa en tu lugar seguro... Exhala y déjalo salir». Cuando recuperó la calma sintió un deseo de retroceder, de retirar lo dicho, pero lo hecho, hecho estaba.
     -Mi amor, perdóname, no sé qué me ocurrió. De verdad lo siento.
     -Sí, no importa. Ahora vuelvo -dijo y salió. Quería evitar las lágrimas, pero no pudo. Caminó sin rumbo hasta que encontró un parque. Se sentó en una banca vacía, hundió la cara entre sus dos manos y lloró en silencio. Sintió el bate hundiéndose en el cristal de su matrimonio, abriendo una grieta de lado a lado. Una grieta que no veía venir, pero tarde o temprano tenía que salir. Al fin y al cabo era un matrimonio, y eso es lo que pasa cuando juras amor eterno, ¿no?

VERA (PARTE 1 de 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora