CAPÍTULO I

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Podía verlo moverse de un lado a otro, sus labios eran una línea recta y sus dedos se movían inquietamente de un lado a otro. Sabía que estaba pensando en algo, algo que lo inquietaba, no eran en vano tantos años que habíamos compartido juntos. Tres años, tres años, cincuenta y seis días, doce horas, y cuarenta y siete segundos para ser completamente exactos, porque ese era mi defecto, ser perfeccionista pero no era culpa mía, era culpa de mi cabeza, de mi enfermedad. Pero no estaba loco, estaba completamente cuerdo, todavía tenía sentimientos, todavía razonaba y estaba seguro de algo, sabía lo que estaba pasando con Frank y conmigo.

Sabía que él iba a dejarme, también sabía que él había dejado de quererme desde hace tiempo. No podía culparlo pero tampoco podía culparme a mí, tal vez un poco o tal vez sí era mi culpa. Mi cabeza parecía a punto de explotar, podía conciliar setenta pensamientos en mi mente y ninguno de ellos era bueno o positivo. Sólo eran mierda, que para terminar de acabar me hacían sentir peor, eran como dagas apuntando a mi cerebro y tratando de matarme lenta y dolorosamente. Haciéndome sangrar.

Pero no podía culparme por estar enfermo y él tampoco podía hacerlo. Aunque ambos sabíamos que eso pensaba, que eso creía, que por más que tratara de no culparme porque nuestra relación se había ido a la mierda, su máquina para pensar le decía todo lo contrario, para él, yo era el delincuente que había entrado en su ser y le había robado toda su paciencia, todo su carisma y todas sus esperanzas de tener una vida normal con alguien normal. Mientras él seguía dando vueltas alrededor del comedor principal, sin cuidado alguno, yo me había dedicado a contar cuantas veces había movido sus dedos, en total hasta ahora, llevaba quinientos treinta y seis. Él me miró y después pusó sus ojos en blanco, ya sabía lo que estaba haciendo y le desesperaba, le desesperaba que todo mi mundo girará en torno a él, que él fuera mi Saturno y yo, yo sólo fuera uno de sus tantos anillos que giraban en torno a él. Perno no podía evitarlo, nadie podía hacerlo porque Frank era el núcleo de todos y nadie estaba en desacuerdo por eso. Solamente él, pero él no contaba ¿O sí?

Al principio todo había marchado bien a él le parecía tierno que me obsesionara con pequeñas cosas, como verificar si la luz se encontraba apagada varias veces o mirar incontables ocasiones si el plato de la comida del perro se encontraba lleno. También le gustaba que toda mi atención fuera para él, incluso había dicho algo como "Nunca nadie me había visto con los ojos que tú me ves, nunca nadie se había interesado por las cosas que yo hago o por cuantas veces toco mi cabello cuando estoy nervioso, creo que nunca antes alguien me había amado", entonces él sonrió y después me había plantado un beso en los labios, puro y casto. Tierno. En ese tiempo también había considerado digno de admirar que yo fuera perfeccionista, que a la hora de dar un beso yo tuviera tanta delicadeza, que cuando sus labios rozaban con los míos, yo los tratará como si fueran la más adorada posesión del universo y lo eran, eran lo más preciado que tenía mi universo, lo peor es que hasta ahora que las cosas se están yendo al carajo, lo siguen siendo, mi adorada posesión, claro está que lo serán hasta que él decida dejarme. También consideraba romántico que a la hora de acariciarlo lo hiciera tan suave como si pudiera romperlo, que cuando ambos nos acostábamos en la cama, lo mirará directamente a la cara y me pusiera a contar los diez lunares que tiene alrededor de su mejilla, como una constelación de estrellas en el cielo, como el paraíso.

Admiraba la sonrisa que me ofrecía cada mañana cuando despertaba, ese tic nervioso que tenía cuando se ponía serio, pasar su lengua por sus labios. Era mi perdición, es mi perdición, podía pasar horas admirando la perfección de su nariz o el hermoso color de sus ojos avellana que irradiaban positivismo, felicidad y que ahora después de tanto, lucían cansados, agotados y tristes.

Fue así como poco a poco se fue cansando, mi actitud lo fue desgastando tanto y yo no podía hacer nada, porque a pesar de que quisiera evitarlo; mi enfermedad me consumía. De repente las cosas que antes lo habían enamorado, en el presente le hartaban, ya no le gustaba que lo mirara detenidamente a la cara para contar sus pequeñas manchitas cafés, tampoco que lo acariciara. Es más ya no le gustaba ni respirar el mismo aire que yo inhalaba, le disgustaba mi presencia, le disgustaba mi existencia. Habíamos tenido más discusiones en los últimos tres meses que en los primeros años que habíamos convivido, sus gritos, su desprecio, todo salía a flote cuando peleábamos y después de todo el drama, él venía a pedirme perdón, porque yo era un mar de lágrimas y mocos por media hora. Y creo que sólo se disculpaba porque tenía miedo a que me deshidratara.

T.O.C.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora