Aquella Noche.

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En una noche de diciembre, las campanas danzaban regalándonos su glorioso sonido, los violines resonaban por los caminos del pequeño pueblo, las llamas de la fogata iluminaban nuestras almas...

Los niños corrían con gotas de sudor en sus pequeñas frentes, luciendo sus grandes sonrisas. Gritando, cantando y riendo frente al resplandecer del fuego. Los adultos bebían, brindaban, bailaban y charlaban pensando en su futuro y su pasado. Algunos destrozados por dentro, otros felices por ello, y muy pocos indiferentes.

La noche, cuyo silencio fue corrompido por los que festejaban y lloraban, jamás volvió a presenciar un espectáculo igual, con tantas almas desnudas bajo el halo de luz de la luna, que se contaban unos a otros, desconocidos y amigos, sus más grandes secretos, esperanzas y sueños. Incluso la luna en su altar se retorcía de celos, ante aquella belleza que jamás volvería a ver. Los caminos cubiertos con pintura, nieve y ceniza, en donde se sentaban los poetas a leer sus obras, los pintores a crear figuras sin sentido alguno, los músicos a tocar piezas que podrían robarte el alma, y, los bailarines, a mover sus cuerpos de formas alocadas.

Las personas de ese pueblo se habían convertido en sus propios dioses. Seres capaces de crear lo que nadie había podido siquiera imaginar, seres pacíficos y apasionados que tenían bien claro su propia mortalidad, que los haría desaparecer, esa misma noche de invierno, mientras el cielo se esclarecía y la fogata se apagaba, dejando atrás todas sus creaciones y goces. Renaciendo pronto en otros cuerpos, en menor número y con menores oportunidades, haciendo a la noche añorar aquel momento de verdadera felicidad, tristeza y temor.

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