3. Silencio.

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Todo empezó cuando cumplí diez años. Mis padres y yo habíamos ido de vacaciones a unas islas del este de América, en unas playas donde se rumoreaba que habían sirenas.
Mi padre dijo que eso era una tontería, que las sirenas no vivían tan al norte.
Yo me estaba bañando en la orilla, no muy lejos de donde mis padres estaban.
Recuerdo que vi un reflejo en el agua, como de algo brillando. Fue como si me hipnotizara. Como si oyera música.
Más tarde me daría cuenta de que el cántico embelesador de la sirena me tenía absorta.
Mis padres gritaban, pero yo no podía apartar la vista de la brillante cola, del bellísimo rostro de aquel ser.
Mi padre, varita en mano, se acercó corriendo para ahuyentar a la sirena, pero ella le enseñó los dientes y me arrastró con ella.
Mi madre le suplicó que me dejara vivir, que solo era una niña.
La preciosa criatura sonrió con dulzura y me acarició los cabellos.
Dijo: No pretendía hacer daño a una niña tan hermosa como ella; solo quería alguien con quién jugar.
Recuerdo sus suaves labios sobre la piel de mi hombro izquierdo.
No me mordió. No me dañó. No hizo nada.
Pero a la mañana sigiente, me creció una cola y me salieron escamas.
Mis padres tardaron meses en encontrar la poción que retenía la maldición que la sirena me había pasado.
Al entrar en Hogwarts, mis padres se lo comunicaron a Dumbledore, que dijo que estaría encantado de ayudarme si fuera necesario.
Siempre me preparé yo la poción, todos y cada uno de los días. Salvo el anterior. Y había pagado las consecuencias de mi error.
Dumbledore insistió en que Snape me acompañara a los dormitorios, para asegurarse de que la poción había funcionado.
Los dos íbamos en absoluto silencio, él tenso como un palo de escoba, yo cabizbaja.
Caminaba retorciéndome los dedos de las manos, con tanta violencia que se volvieron blancos. Mi corazón golpeteaba furiosamente contra mi pecho, resonando en mis oídos.
Cuando bajamos a las mazmorras el profesor se paró en las escaleras, cerniéndose sobre mi con la cara casi oculta por las sombras. Di un traspiés para acabar golpeándome la espalda contra la pared. Él torció la boca como si mi sobresalto le hubiera desagradado. O tal vez toda yo le provocaba repugnancia.
Agarré la tela de mi falda y tragué saliva.
Me escudriñó con la mirada antes de abrir los labios.
-Creo que ahora tienes algo por lo que guardar silencio-dijo, en voz baja.
Fruncí el ceño, confusa.
-No-no sé de qué me habla..., señor.
Él no dio muestras de que le importase, pero aún así aclaró:
-De lo que vio en la sala del espejo... Ni una palabra, o su secreto será contado a todo alumno, cuadro, fantasma o profesor de este colegio-me amenazó,con un tono de voz que me hizo estremecer.

Le di una mirada de desprecio. ¿Cómo podía amenazarme así? ¿Quién se había creído que era?

Henchí el pecho y lo aparté con rabia de un empujón.

-No iba a contarle nada a nadie porque no vi nada-le espeté, mordazmente-. Y aunque supiera su más jugoso secreto... ¿A quién diablos iba a contárselo?

No me di cuenta de que estaba gritando hasta que le vi mirar a ambos lado para asegurarse de que no hubiera nadie.

Me llevé las manos a la frente, sin poder creerme que le hubiera gritado a un profesor.

-Lo siento, señor... yo...

-Castigada. Sábado. A las ocho, en mi despacho-dijo, con voz reprimida, dándose la vuelta y desapareciendo. Genial, Aria, simplemente estupendo.

*

El sábado a las siete y cincuenta y nueve minutos estaba llamando a la puerta del profesor Snape.

Se abrió de golpe al instante y la profesora McGonagall salió hecha una fúria del despacho, haciendo que me sobresaltara y diera un paso atrás. Ni siquiera me dirigió una mirada, simplemente se fue por el pasillo pisando fuerte.

Segundos después me llegó la voz de Snape:

-¿Piensa entrar de una vez?

Pestañeé varias veces y entré, cerrando la puerta tras de mi. El despacho estaba mal iluminado, como siempre, con las abarrotadas estanterías repletas de tarros de un contenido desconocido y diverso, y el escritorio estaba lleno de pergaminos que podía apostar una mano a que eran trabajos y redacciones destinadas a bajísimas notas.

Snape alzó un brazo desde su silla y con la varita atrajo unas cajas hasta dejarlas a mis pies. Cayeron al suelo con un ruido sordo y un olor a muerto me llegó a la nariz, la cual se arrugó.

-Dentro de esas cajas encontrará unos cuantos pimpies a los cuales debe separar las patas del cuerpo-dijo, sin alzar la vista de uno de los pergaminos. A los pocos segundos sus ojos me escrutaron con cierta irritación y añadió-: ¿No sabe lo que son los pimpies?

Negué con la cabeza.

Él hinchó las aletas de la nariz.

-Un pimpy es un pez de forma esférica, con dos patas, que vive en las poco profundas aguas dulces. Sus patas son un ingrediente de la poción que les enseñaré en la próxima clase.
A continuación, con cierta reticencia, metió la mano en uno de los cajones de su escritorio y cuando la sacó, me extendió un cuchillo con el mango de hueso y la hoja brillante y afilada.
—Sin magia. Uno a uno—ordenó, volviendo la vista a los pergaminos de nuevo.
Me quedé ahí plantada, con el cuchillo en la mano y los brazos a los costados.
Por un momento, me sentí enfadada. Así que mi castigo era mutilar peces... Cerré las manos en puños, apretando el cuchillo, hasta que los nudillos se me pusieron blancos.
Conteniendo la respiración, para no sucumbir a la ira, me dejé caer de rodillas en el suelo y abrí la caja.
Parecían pequeñas pelotas de golf con piernecitas. Cogí uno entre los dedos, observándolo con pena y curiosidad.
En contra de mi voluntad, alcé la mano que sostenía el cuchillo y le corté una de las largas patitas.
Dejé las patas en una caja y los redondos cuerpos en otra.
Al cabo de una hora ya habían dejado de darme pena para dar paso a un asco profundo. El olor se había pegado a mi ropa, a mi pelo, a mi piel.
A la hora y media no podía dejar de lanzarle miradas a Snape, que me ignoraba con total frialdad.
A las dos horas bostecé, y el olor se me metió por la boca, que cerré con un chasquido.
Entonces Snape me miró y suspiro, alzando los ojos al techo.
—Por hoy puede retirarse. Creo que es suficiente.
No me detuve a cuestionarle.
Me puse en pie de un salto y me incliné para dejar el cuchillo sobre su mesa.
—Buenas noche, profesor.
Y salí sin esperar respuesta.

El Murciélago de las Mazmorras y La Princesa del AguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora