12. Sigo completamente desnuda.

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No hace mucho que Severus ha perdido la lucha contra su curiosidad y se ha inclinado en un ángulo imposible para examinarme la cola de cerca. La observa con detenimiento y el rostro neutro, haciendo alguna que otra pregunta sobre sus propiedades. Incluso le he soltado una broma sobre envenenarme para poder utilizar mis escamas en alguna de sus pociones. No se ha reído, pero casi.

No la ha tocado. Ha estado a punto, levantando la mano con ademán distraído, pero siempre la deja caer cuando casi puedo sentir el calor de sus dedos bajo la fría y húmeda superficie de la cola.

Le presta especial atención a la parte final, a las dos aletas de la punta. Son de un azul casi translúcido, con un ligero brillo que resplandece bajo la luz del baño. Esta vez se alargan unos buenos cincuenta centímetros de la estructura principal, creando la ilusión de dos pedazos de tela celestial que me cuelgan del cuerpo.

Le gustan. Realmente le gustan. Le gusta esta monstruosidad.

No he tenido necesidad de cantar para que se quede expuesto a la neblina de las sirenas, una especie de hechizo que seduce a los hombres y anula su instinto de peligro.

Obviamente, no me lo voy a comer como si fuera un caramelo, pero aún así me siento muy violenta bajo esta atmósfera.

Decido desviar la atención de mí.

—Severus...—capto su atención, pero tengo que repetir su nombre para que despegue los ojos de mis aletas—. ¿Qué ha pasado esta noche?

No es una pregunta concreta, pero la forma en que se le tensan los hombros me aclara que sabe qué pregunto, y que no quiere responder. Pero... lo hace:

—Supongo que te has dado cuenta de que he tenido un encontronazo algo desafortunado—dice, y veo cómo tiene que arrancarse las palabras a la fuerza, cómo lo que ha pasado esta noche le enfurece.

Yo asiento para demostrar que estoy escuchando, pero Severus no me está mirando. Ha vuelto a clavar la vista en mi cola, pero parece mirar a través de ella, sin verla realmente.

—Eso es todo lo que hay que decir—añade, seco.

Me indigno. O sea, me indigno.

Eso, definitivamente, no es todo.

Me altero tanto que me agarro a los bordes de la bañera y me impulso para incorporarme y dejar la cara más cerca de la suya.

—¡Tiene que haber más! No creo que seas consciente del numerito que se ha montado cuando has aparecido como si te hubiesen pasado un rallador por la espalda, porque si lo fueras no pensarías que me voy a conformar con esa respuesta esquiva... En serio, no eres consciente del susto que me has dado—parloteo, con las cejas arrugadas—. Lo único que tienes que hacer es darme una explicación.

Se me queda mirando un segundo y puedo oír como traga saliva. Abre la boca para decir algo, pero no emite ningún sonido.

Por un momento, me siento triunfante, pensando que le he dejado aturdido con mi verborrea. Hasta que señala mi cuerpo con una mano y se le encienden las mejillas.

Bajo la vista y... Oh, mierda. Mierda. Mierdamierdamierdamierdamierda, ¡Mierda!

Suelto un grito ahogado y me apresuro a taparme los pechos con los brazos, e incluso doblo la cola por las rodillas para cubrirme el torso tanto como pueda. Cuando me he agarrado a la bañera no he caído en que he dejado de cubrirme y he dejado todo al aire.

Severus todavía está boquiabierto, pero yo estoy más roja que él. Entonces hace lo único que podía mortificarme más de lo que ya estoy. Baja la cabeza y sonríe. El muy cabrón se ríe de mi vergüenza.

No me mal interpretes, no tengo los pechos ni pequeños ni desagradables, pero tampoco tenía planeado enseñárselos al profesor Snape. De hecho, teniendo en cuenta el sueño de hace unas semanas, se me hace más violento que los haya visto.

Cuando ese pensamiento cruza mi mente, la sonrisa de Severus se amplía, y a mi se me seca la garganta.

¿Por qué parece como si lo supiera? ¿Cómo si supiera todo lo que estoy pensando? Me deja en una clara desventaja, puesto que yo nunca sé lo que está pensando.

—N-no te b-burles t-tanto y responde—reclamo, un tanto alterada. Por no decir muy alterada.

Él suelta un suspiro, como si la diversión acabara de darse por finalizada y me echa una última mirada que me recorre todo el cuerpo.

—Ya te lo he dicho, Aria. Hubo un incidente y las cosas no salieron muy bien para mí. Por favor, confía en que eso es todo.

Como sigo sin estar satisfecha de su respuesta, hincho los carrillos y frunzo la frente.

—Pero, el otro tío quedó peor, ¿no?

Esta vez he conseguido sorprenderlo sin necesidad de enseñarle los pechos, lo cual me deja mucho más orgullosa de mí misma.

—¿Cómo?

—El otro tipo—repito—. Con el que hubo el... incidente. Él te hizo eso, pero tú le dejaste peor, ¿verdad?

¿Verdad?

No puedo imaginarme a Severus como el hombre que sale perdiendo en una pelea, como al que dejan hecho unos zorros y le quitan el orgullo. No, él no es así. Es demasiado imponente, intimidante, poderoso como para ser un perdedor.

Él me mira con los ojos brillantes y aprieta los labios, pero mi expresión de confianza no se amilana. Creo firmemente en este hombre. Y la única manera de que haya sido el único malparado es que se haya dejado hacer. Y Severus no se doblegaría ante nadie. Ni siquiera Dumbledore.

—Aria—suspira—, me agrada saber que tienes esa confianza en mí, pero... Yo...

Empiezo a flaquear. Así que me equivoco y sí que ha perdido.

Me ve apartar la vista como quien mira a un enfermo terminal y se siente violento y entonces recompone la expresión.

—Yo no debería decirte esto siendo tu profesor, pero puede que yo conozca algún que otro hechizo que haga heridas más graves que estas—continúa, sonando más indiferente—. Puede que pudiera usarlo esta noche.

—Sabía que no eras un debilucho, Severus.

Y me sonríe con complicidad.

[•]

Después de que yo me quede dormida no pasa mucho hasta que vuelvo a despertarme, con tanta dificultad como si me hubiesen enyesado los párpados.

Ya no siento el agua por mi cuerpo, así que palpo a mi alrededor para ubicarme y... Sábanas. Y bajo mi cuerpo hay una superficie blanda. Un colchón.

Estoy en una cama.

Cuando me muevo advierto que tengo piernas de nuevo y que estoy muy seca ya.

Todas las luces están apagadas, pero la ventana me confiesa que todavía es de noche.

Me froto los ojos para tratar de recuperar la consciencia y consigo averiguar que todavía estoy en el dormitorio de Severus.

Espera. ¿Por qué estoy en su cama?

Cuando a mis músculos les llega la orden de incorporarse, una mano se posa en mi cabeza e impide que la levante.

—Tranquila, todavía es de madrugada. Puedes descansar un poco más.

Sé que es él, pero hay algo diferente en su voz. Suena suave, con parsimonia. Esa voz se cuela por mis cansados huesos, adormeciéndome desde lo más profundo de mi ser, y creo que llego a acurrucarme bajo la mano que hay sobre mi cabeza, que procede a acariciarme el cabello.

Antes de quedarme dormida boca abajo en la cama de mi profesor llego a darme cuenta de una cosa más: sigo completamente desnuda.

El Murciélago de las Mazmorras y La Princesa del AguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora