Londres

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La oscuridad era algo maravilloso, tan basta y profunda, tan absolutamente escalofriante; había sido testigo y cómplice de tantos misterios, que durante su existencia siempre había disfrutado el tenerla como aliada, pero desde que ocurriera aquel encuentro con la naturaleza demoníaca de Sebastián, pareciera que aquella oscuridad que tanto amaba le había dado la espalda, devorándolo hacia un mundo de pesadilla, lo más frustrante era que al despertar no podía recordar nada, pero sentía como su corazón latía con fuerza, su cuerpo entero temblaba mientras su mirada buscaba a su alrededor para asegurarse de que se encontraba muy lejos de aquel lugar; entonces lloraba, desahogaba toda aquella angustia porque era el único momento en que se permitía hacerlo.

Después de aquel ritual matutino, se levantaba de un salto, tomaba un baño, se vestía con esa ropa formal en color negro, hacia meticulosamente el nudo de su corbata y se aseguraba que sus mocasines estuviesen lustrados a la perfección; nada mostraba que fuera algo más que otro empleado del despacho, lo único llamativo en él seguía siendo su cabello carmín, porque inclusive había cambiado sus anteojos, ahora tenían un armazón más sutil, de un tono rojo mucho más parecido al de la sangre.

—Como un verdadero Shinigami

Veía la imagen que le devolvía el espejo, pero no existía en su rostro expresión alguna, sencillamente salía de allí para cumplir su trabajo, el cual le resultaba más satisfactorio ahora que Ronald parecía haberse esfumado, claro que era lo natural después de todas sus amenazas; aunque pronto comprendió que la verdadera razón era porque extrañamente sus misiones estaban siempre bastante lejanas de Londres.

Lo que William hacía le parecía por completo innecesario , pero de cierta manera el estar alejado de ese sitio, le había permitido superar un poco sus miedos, al menos ahora podía cegar las almas con un poco más de frialdad, aunque cada vez que terminaba con una vida, siempre tenía esa extraña sensación en la boca del estómago, pero ¿Qué podía hacer?, ese era su trabajo, lo cumpliría por el resto de su existencia, el no hacerlo en nada cambiaría lo que había pasado, de hecho los recuerdos de ello aparecían con demasiada frecuencia, creando pensamientos obsesivos en su cabeza.

—Sutcliff.

La voz que lo llamara provenía de Reynolds, uno de los encargados de asignar las misiones; cuando volteo a verle, lo encontró reclinado sujetando sus rodillas, este se tomó algunos segundos para recobrar el aliento y luego prosiguió.

—llevo un buen rato persiguiéndote, ¿acaso no escuchabas?

El pelirrojo frunció el ceño, aunque luego esbozo una leve sonrisilla hipócrita, la usaba ya tan a menudo que algunas veces hasta él llegaba a creérsela.

—debes disculparme, iba abstraído pensando algunas cosas sin importancia, ¿Qué se te ofrece?

El aludido se limitó a entregarle un libro de la muerte al que le faltaba una misión por completar.

—al parecer la recolección de almas fue demasiado para uno de los nuevos miembros, presento su renuncia esta misma tarde y me ha dejado con este problema entre manos, dado que tu desempeño ha sido de lo más eficiente, sugerí que te fuera asignado.

Ir por otra alma no era lo que tenía en mente, mucho menos cuando había terminado tan temprano con lo suyo, pero al menos aquello lo mantendría distraído por un rato.

—muy bien, terminare con esto.

Se despidió para luego aferrarse a su guadaña, esta lo llevaría hasta el lugar indicado; había caído sobre el tejado de una casa abandonada, o eso fue lo que pensó en un principio, al examinarla con cuidado, se dio cuenta de que esta había sido consumida por las llamas. Dio un salto para entrar, abriendo a su vez el libro de la muerte; mientras avanzaba por la casa, logro ver las marcas de las llamas en las paredes, con ese inconfundible negro que parecía querer devorarlo todo; caminó a través del pasillo que llevaba hacia las habitaciones, colgados en este se encontraban infinidad de porta retratos en los que ahora solo se podía vislumbrar el tono gris de lo que antes habían sido imágenes de los habitantes de aquella morada; por aquí y por allá los muebles conservaban un frágil equilibrio, si un humano cualquiera los hubiese tocado, enseguida se habrían convertido en una pila de cenizas; pero las habilidades de aquel visitante le permitían moverse con tal agilidad que su presencia ni siquiera se percibía.

El secreto del mayordomo [SebasGrell]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora