Drunk

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Estaba tan borracho que apenas tenía consciencia de quién era. Tampoco le importaba.

No era la primera vez que le pasaba.

De súbito se lanzó a llorar. Estaba solo, sin más compañía que sus latas vacías de cerveza, esparcidas cruel y humillantemente sobre su cama y el piso.

Pero la palabra que más le dolía era solo.

Su nombre era Charlotte. Era una mujer tan hermosa, inteligente, graciosa y gentil...

Él nunca habría imaginado que al pedirle matrimonio ella se riera en su cara. Esas carcajadas que otrora le parecieran suaves, cristalinas y melódicas ahora le parecían tan grotescas, repulsivas... Le pareciera que escupía veneno cada vez que ella abría sus fauces para burlarse.

Y sin embargo, no reaccionó. Se quedó allí, inmóvil, recibiendo en su orgullo las salpicaduras la nauseabunda ponzoña de las risotadas.

Sintió un hueco en su pecho y otro en la boca de su estómago. Derramó el vacío de su estómago sobre su almohada, y el de su corazón sobre éste, mezclando la sal de sus lágrimas con la acidez de los jugos estomacales.

No hacía más que pensar en ella. En cómo todo de pronto se fue a la mierda.

Quería llamarla, quería pedirle perdón a pesar que no tuviera motivos para ello. No quería perderla.

Pero no hizo nada.

Se quedó allí, apestando a cerveza y vómito, mirando al techo mientras vaciaba sus ojos de lágrimas.

Se dijo, se repitió y se volvió a repetir que no valía la pena.

Abrió otra lata de cerveza, a pesar de que su sistema se negaba a una más. Creyó que sólo así lograría callar la voz en su cabeza que le rogaba llamarla. Sabía que lo mejor era no hacerlo, por lo que intentó oponer la máxima resistencia posible. Y en su lucha contra el deseo de llamarla, siguió vaciando latas de cerveza. Una, tras otra, tras otra, tras otra, tras la siguiente.

Pero fue imposible.

Mientras vaciaba lo que le parecía un torrente interminable de cerveza, buscó su celular a tientas por la habitación, ya que era poco lo que lograba ver, a pesar de que las luces estaban todas encendidas.

Cuando por fin lo alcanzó sentía un mareo extraño, distinto a la habitual náusea de borrachera, pero no le dio importancia. Sólo le interesaba hablar con ella.

Pese a que veía un  manchón borroso donde era imposible distinguir nada, supo localizar el nombre de ella en la agenda; conocía los pasos casi por instinto.

Se desmayó antes de poder presionar el botón verde.

Era un hombre solo.

Nadie supo ni se preocupó de saber nunca más de él.


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