Desastre.

7 0 0
                                    

Cosa curiosa la complexión humana. Se supone que estamos hechos de carne y hueso, pero desde hace algún tiempo comenzó a brotar hilo de mis labios. Hilo negro, grueso, sin aguja que le guíe. De mi labio inferior crece hacia el superior, y viceversa.

Cosa curiosa que nadie lo note. No, curiosa no; escalofriante. Camino entre las personas, siempre me rodea algún montón de gente. Una especie de bosque humano, móvil e inmóvil a la vez. Nadie lo nota. Incluso mis árboles favoritos, aquellos que me proporcionan refugio en los peores momentos, ninguno parece darse cuenta del hilo en mis labios. En fin. Supongo que no importa. Tal vez esté perdiendo la cordura y los hilos sean una alucinación.



Hace tiempo hay una planta creciendo en mi interior. Ha echado raíces en mi corazón y no ha parado de crecer. Al principio pensaba que no era nada, todos cultivamos plantas en nuestros corazones alguna vez. No tardan en marchitarse y desaparecer. Pero esta es distinta. Es negra, mas no marchita. Es putrefacta. Venenosa. Amarga. Ponzoñosa.

Lo peor es que sus raíces calan más profundo y comienzan a llegar hasta mi estómago. Sí, al principio pensé que era una planta insignificante. Pequeña, efímera, sin importancia. Un brote débil como los que todos cultivamos de vez en cuando. Ahora me doy cuenta de que es un árbol. Es fuerte y ya ha enramado mis brazos y mis dedos. Comienzan a brotarle hojas. No sé que tan alto lleguen sus ramas exactamente, pero creo que puedo dar alguna certeza de que no se han acercado a mi cerebro. Aunque a veces pareciera cosquillear con alguna brisa que mueva las hojas, suponiendo que estén allí. 

Me duele. Tiene espinas que al parecer son venenosas. De otra forma, no me explico que los dedos de mis pies se hayan tornado del color verde-azul ponzoñoso que tienen ahora. Casi como una necrosis, aunque demasiado fresco y vivo como para ser tal.



Es chistoso. Hay un árbol creciendo dentro de mi cuerpo, pero lo que más siento son mis huesos.  Mis articulaciones. Soy consciente de cada una de ellas. Cómo se doblan, cómo se mueven, prácticamente sin ayuda muscular. Mis músculos están ahí, sí, pero son incapaces de hacer nada. Es como si la ponzoña de mi planta los hubiera sedado.

Llevo mis manos a mi boca, mis ojos se abren de dolor. El hilo. El hilo, maldita sea. Sáquenmelo, córtenlo. ¡Hagan que pare! Mis piernas tiemblan, mis brazos tiemblan. Grito de dolor, pero no profiero sonido. ¿Y mis cuerdas vocales? Mi garganta. Planta de mierda, las que eran mis cuerdas vocales ahora son ramas. ¡Córtenme el hilo de los labios! Mis piernas se sacuden. ¡Me duele! Cada una de las hebras del hilo se mete bajo la piel de mis labios. Las que crecían desde mi labio inferior se insertan, se incrustan en el superior, lo mismo en el caso contrario. Salen lágrimas de mis ojos. ME DUELE. Cada hebra se mete en el labio opuesto con una punzada agudísima. Ni siquiera con agujas el dolor sería tan penetrante. Ahora comprendo por qué las usan, sin ellas las hebras del hilo hacen mucho más daño donde penetran. No hay tijeras al alcance de mi vista nublada en lágrimas de agonía. Intento desesperadamente morder mis labios y así cortar alguna hilacha, pero mi boca está cosida. No consigo abrirla. Las hebras no paran de incrustarse bajo mi piel. El dolor es tan agudo que creo que perderé el conocimiento. Llego a un espejo, no sé cómo.  El dolor comienza a amainar. Siento un sabor raro en la boca. El tinte negro del hilo se absorbe hacia el interior de mi boca, las hebras se tornan del mismo rosado que habitualmente tiene la carne de mis labios. Pero no puedo separarlos. Sobre ellos se han cosido nuevos labios de hilo.

Se me llenan los ojos de lágrimas, salgo corriendo a buscar ayuda. Pero de súbito mi bosque de personas, todos los árboles que me dieron soporte, apoyo, refugio, se secó. Ante mi se despliega un desierto cuyo fin se pierde más allá de mi vista. Sólo hay arena, yerma, infértil, seca. No sé dónde se fueron las personas que amo, pero me invaden la confusión y el terror. No lo pienso: simplemente me aventuro, corriendo, en busca de ayuda. Las lágrimas no dejan de caer de mis ojos. Son la única lluvia que humedece esta tierra muerta. No logro ver nada, no sé si porque las lágrimas me nublan demasiado la vista o si realmente no hay nada más que arena en este desierto infertilísimo, infinito. 

Pasa el tiempo. He logrado descubrir un par de arbustos, todos ellos en la noche helada. De alguna forma sé que son los árboles que más amé, los que más me pueden ayudar ahora, pero de alguna forma pasaron de ser fuertes robles a esporádicos arbustos repartidos en la inmensidad del desierto. Me acerco en busca de ayuda, pero sus ramas y hojas esconden mundos tan diversos y tan ajenos a lo que me ocurre que me asusta pedir ayuda, y me alejo. Luego vuelvo a acercarme. Vacilo. No, mejor me voy. De todas formas el dolor no es tan punzante. ¿Pero y si vuelve? Me vuelvo a acercar. Pero si mis labios están cosidos y mis cuerdas vocales ramificadas, ¿cómo voy a pedir ayuda? Camino en otra dirección. No, debe haber alguna forma de darme a entender. Vuelvo sobre mis pasos. Ni el arbusto ni su mundo parecen haberse dado cuenta de mi presencia. Mejor así. Al fin y al cabo, me voy.



Me invade una profunda angustia, pero la ponzoña de mi planta ha comenzado a fluir por mi torrente sanguíneo: estoy adormilada. Permanentemente. Supongo que es cuestión de tiempo antes de que ocurra lo peor, sea lo que eso sea.

Me dejo caer sobre la arena fría y humedecida por mis lágrimas, que no han dejado de correr desde que se cosieron mis labios. Pareciera que aún no termino de tragar la ponzoña negra que se fue a mi boca cuando el hilo se volvió rosado carne.

Unos granos de arena llaman mi atención: se han hundido. Como si algo debajo del suelo los hubiese chupado. Y más granitos de arena comienzan a desaparecer de la misma forma. Estoy en estado de alerta, lo sé, pero mi cuerpo no responde. Maldita sea mi planta y su ponzoña en mi sangre.



Mi mundo se cae a pedazos. Qué divertido. No puedo reaccionar. Al final  terminará de desmoronarse y yo lo haré con él. Y no puedo ni podré hacer nada. Supongo que debí darme cuenta antes. Conociéndome, la serie de sucesos que llevaron a esto tiene que haber comenzado mucho antes de que se asomara la primera hilacha negra en mis labios. Pero supongo que siempre tuve los ojos cerrados. Nunca fui capaz de ver nada.

Necesito tanto hablar. Hay un montón de cosas que necesito sacar de mi. Y de algún modo, siento que junto con las palabras se desvanecerá mi planta. Pero soy incapaz de abrir la boca o de proferir algún sonido. Ni siquiera lo pude intentar cuando tuve cerca a esos arbustos que me podrían haber ayudado tanto.



Supongo que, a menos que logre encontrar una manera de frenar todo esto y poder hablar, sólo me queda esperar a que el mundo termine de caerse o que la ponzoña me adormezca tanto que ya no sea consciente de nada. Lo que ocurra primero. A estas alturas, cualquiera de las dos es igual.

CuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora