Un Mundo de Máscaras

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Era un mundo de fiesta constante. La gente vestía con los más elegantes y hermosos ropajes, todos sus movimientos, aunque se hicieran por lo más instintivo y grotesco, eran finos y tan graciosos que cualquier mortal habría quedado deslumbrado. Todas las mujeres lucían preciosos vestidos de encajes y bellísimos motivos en los diseños, de los más variados temas, dentro y más allá de la imaginación. Los hombres,todos refinados, serios y bien educados, vestían trajes de las más diversas formas y colores. Los niños incluso, al ir correteando por ahí, demostraban desde tempranísimas edades impecables modales y vocabularios dignos de cualquier académico del mundo ordinario.

Todo en aquel mundo parecía una fiesta del siglo XVII. Había en este universo, eso sí, una fuerte influencia de los modales. Nadie era libre de decir lo que quisiera; había protocolo para absolutamente todo.

¿Rostros al descubierto? Tabú. Todo el mundo usaba máscaras, a excepción de menores de un año, pues se consideraba que desde el nacimiento hasta el primer año de vida, los individuos aún no tenían una cara apta para poner una máscara encima. A partir del año de edad, era obligatorio que los niños usaran máscaras, y entonces toda la pureza e inocencia de su edad se anulaba.

Miranda era de entre todas las mujeres la más hermosa. Sus cabellos, sueves y sedosos, brillaban en color castaño; sus ojos, a través de las hendiduras de su máscara, eran de un precioso e hipnotizante color verde. Sus vestidos, ¡oh, qué vestidos! No había en toda la comarca ninguno como los de ella. Su máscara, tan inmaculadamente blanca como la cal, describía los marcados y preciosos rasgos, labios rojos como carmín siempre sellados, y en torno a sus ojos, preciosas formas y detalles jamás vistos en toda la historia de su familia ni del país habían sido descritos con los dorados destellos del mismo Sol. Por último, en la zona de su frente refulgía una bendición que la mismísima Luna, la principal matriarca, curandera y sacerdotiza del lugar, había hecho a la niña al recibir su máscara, invisible al ojo corriente que no sabía apreciarla.

Tenía dieciséis años de edad y era la hija de Maximiliano y Lucía, reyes únicos y absolutos del único país existente. Corría sobre la princesa el rumor de que estaba maldita, pues todos los hijos que nacieron de Lucía posterior a ella, su segunda hija, morían a los pocos días. Tenía un hermano siete años mayor que ella. Se llamaba Fernando. Había muerto hacía muchos años de una enfermedad fatal. Se decía que Miranda había envenenado el vientre de su madre al estar albergada allí un día más de lo correspondido (porque en este mundo de perfección, los niños nacían exactamente nueve meses después de la fecundación, ni un minuto más, ni un minuto menos, y en partos indoloros). Esto también se usaba a modo de explicación de algunos aspectos de la personalidad de la joven.

Miranda era como cualquier otra mujer, obediente y educada, pero lo cierto es que odiaba los protocolos. Su espíritu era el de un ave. Sus padres planeaban para ella que sucediera a la anciana Luna una vez que ésta muriera. Ella habría preferido andar pintando y dibujando todo el día. A veces, sin embargo, la belleza de su mundo la deslumbraba, y entonces no podía esperar a tener la edad suficiente para formar parte de él.

En su mundo el amor era un tabú. La gente no se casaba ni tenía hijos porque se quisieran, lo hacían porque era lo que había que hacer, porque era lo que los protocolos indicaban. El amor, más que un tabú, era como una enfermedad. Algo como lo que en nuestro mundo es el SIDA.

Y un día cayó enferma. Toda su vitalidad se extinguió. No había nada que La Luna pudiera hacer por ella, su enfermedad iba más allá del alcance de sus poderes. El Tiempo era la única respuesta.

Un joven cayó enfermo casi a la vez que ella. Su nombre era Braulio y era un año mayor que Miranda. Se habían enamorado.

Era por esto que el amor tenía la reputación que tenía: cuando una persona caía enferma, víctima de esta enfermedad, se entraba en un estado de inconsciencia que poco a poco iba consumiendo la vida del enamorado o enamorada. Si El Tiempo, un sacerdote de la provincia más lejana a la que vivía la princesa, no llegaba para curar esta enfermedad, Miranda y Braulio morirían. Y esta era la muerte más denigrante, triste y humillante que existía en la comarca. No por el hecho de enamorarse, sino por el hecho de irremediablemente morir sin haber experimentado la más absoluta muestra de afecto por parte de la persona amada.

En su último pensamiento, Miranda comprendió que esa enfermedad que mató a su hermano cuando ella era niña, y que sus padres tanto se habían esmerado en esconder, no era otra sino la que ahora la estaba matando a ella.

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