Cuento 7

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Antes de comenzar, creo que es necesario hacer una breve nota. Sé que en la descripción de la historia dice que no las habría (o si no lo dice, lo digo yo ahora y aclaro que es la única excepción). De todas formas, hago esta nota para decir algunas cosas que no van ni tan juntas ni tan separadas.

Hace mucho tiempo que tenía ganas de subir un nuevo cuento, mas no lo había hecho básicamente porque el tiempo tiene  la mala costumbre de hacerme falta para hacer un montón de cosas. Sin embargo, me encontraba hojeando unos cuadernos más antiguos de lo que me gustaría admitir cuando me encontré con un cuento que debo haber escrito cuando tenía unos 15 años de edad (más o menos) y cuya existencia había olvidado totalmente. La escritura es bastante torpe y el texto en el cuaderno tiene varios rayones encima, pero me gustó volver a leerlo y creo que merece la pena transcribirlo aquí antes de que se siga borrando el lápiz grafito de mi escrito. Sólo Dios sabe cómo me sentía en el momento en que escribí eso.

Trataré de editarlo lo menos que pueda (salvo algunas correcciones por aquí y por allá, básicamente para que se entienda y leerlo sea lo menos desagradable posible), pero desconfíen del final. A decir verdad, no me gustó y aún no estoy segura de si lo editaré o no. Supongo que lo sabré a la hora de transcribirlo. Por otra parte, el cuento aparece sin título en el cuaderno, pero me parece que "Cuento 7" queda bastante bien, primero, porque no quiero bautizar con tres años de retraso algo que la Nathalie de 15 años no bautizó (habrá tenido una razón para ello, ¿cierto?) y, segundo, porque este vendría siendo el séptimo cuento de esta ¿obra, historia? No sé cómo llamarle a esto. Supongo que "compilado" es la palabra más correcta. Supongo que, al fin y al cabo, esto es un compilado de cuentos, ¿no?  

En fin, antes de comenzar a transcribir (y con esto termino), quisiera justificarme por esta nota. Quizás esto es de un carácter más bien personal, pero creí necesaria la nota porque volver a leer este cuento fue, en cierto modo, encontrarme con la Nathalie de quince años que lo escribió. Y la verdad es que la echaba de menos y hasta podría decirse que en cierta forma la estaba buscando. Fue muy grato reencontrarme con ella, así como espero que para ustedes sea igualmente grato leer estas breves palabras de la autora hacia los/as lectores/as que le pudieran quedar luego de una ausencia tan prolongada. No me encuentro en condiciones de prometer nada, pero haré el esfuerzo por subir más cuentos, ojalá, con mayor frecuencia.

− Nathalie.

  − − − 


De pies descalzos ella partió, caminando por el bosque de cemento. Pisaba mugre, sobras, suciedad, vidrios rotos, charcos de quién sabe qué líquidos. Toda aquella escoria humana quedaba pegada y era absorbida por sus pies.

Aquella juvenil y hermosa ninfa era invisible para la mayoría de los mortales. Frente a todos pasaba, a más de alguno tocaba, mas nadie lograba verla. Era la escoria en sus pies. La hacía invisible. La llenaba de pena. Pero, a pesar de ello, sentía un profundo afecto por los humanos que tanto la dañaban. Como el amor que una madre no podrá dejar jamás de sentir por su hijo, aunque este se vuelva un criminal.

La ninfa, en sus primeros años hermosa, jovial, alegre, no era ya la misma. Los siglos comenzaban a pesar sobre ella. Su belleza se conservaba intacta, pero no era igual que antes. Era una belleza triste, melancólica, furiosa. Sus cristalinos ojos estaban a punto de desbordarse en lágrimas desde hace más tiempo del que podía recordar. Su alegría también se había corrompido. La escoria en sus pies siempre desnudos y el cambio que había observado en las personas habían mermado su buen ánimo hasta casi destruirlo por completo. Su corazón se había ido marchitando con el correr de las décadas. Era casi una anciana en el cuerpo de una muchacha. Poco quedaba ya de la joven dulce y alegre. Aquella ninfa, otrora llena de vida y color, pronto iba a apagarse, a volverse completamente negra y desvanecerse, tal como lo habían hecho sus hermanas. Era la última de ellas.

Era invisible a las personas, no porque en su calidad de no-humana desapareciera ante el ojo mortal. No, a ella sólo podía verla quien quisiera ver. Y los humanos, todos demasiado ensimismados en sus propios e insignificantes problemas, estaban muy ocupados para ver más allá de sus narices. Los únicos que la verían eran los niños y niñas, pues sus almas y espíritus jóvenes aún conservaban la pureza que se pierde con la adultez. Pero incluso los ojos infantiles habían dejado de verla.  Los adultos, no hace tanto tiempo, habían adoptado la malísima costumbre de incrustar pantallas frente a sus rostros. Tablets, celulares, computadores, consolas de juegos, televisores. Los privaban de ver la belleza del mundo, les impedían ver cualquier cosa más allá de la pantalla que los dejaba ciegos. 

La ninfa se terminó de marchitar. Sin una sola persona capaz de dirigirle, al menos, una mirada curiosa, una mirada que al menos se preguntara quién era o por qué era tal su decadencia, sintió llegar su hora final. Poco a poco se fue recostando, dejando escapar sus últimos suspiros de tristeza. La gente pasaba, literalmente, a través de ella, pero la ninfa, otrora llena de energía, ahora estaba demasiado débil como para siquiera evitar que le doliera. Simplemente, dejó que el dolor se apoderase de su silueta mientras se desvanecía, lo recibió con un sentimiento de melancolía y agradecimiento a la vez: era la última despedida que aquel mundo cruel le daba. Un recordatorio de que seguía viva y, a la vez, de su muerte inminente.

Una pierna derecha atravesó su figura. La izquierda no atravesó más que aire.

Dolor sordo, dolor ciego.

Se había desvanecido.

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