Amalia

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El bosque fue testigo de una pelea de la que cualquier mortal se habría reído.

Un fénix y un joven hechicero de fervientes ojos amarillos saldaban cuentas con un hechicero más viejo, cuyos ojos verdes refulgían de odio e ira.

Peleaban junto a un breve río en algún lugar del fin del mundo.

El letal maleficio fue recitado.

Hábilmente, el fénix logró evadirlo, pero el encantamiento siguió su rumbo, buscando un nuevo objetivo.

Un par de kilómetros más allá, una preciosa joven de rasgos marcados  que lavaba ropa en la orilla del riachuelo recibió el impacto.

Su cadáver hizo un sonido sordo contra el pasto.

Una ninfa del agua que nadaba por aquella rivera vio un mechón de cabello asomarse desde la superficie, y, extrañada de su apagado movimiento en favor de la corriente, decidió ver de qué se trataba. Entonces vio el cadáver de la muchacha, y se llenó de tristeza al ver que aquel capullo no llegaría a convertirse en flor.

Apiadándose de la joven y de su familia, que seguramente no sabría sobre su muerte, decidió devolverle la vida. Pero sabía que si lo hacía, no volvería a ver su tierna belleza cerca del agua. Era demasiado egoísta como para dejarla ir tan fácilmente. Deseaba que, de alguna forma, ella regresara siempre, pues su belleza le recordaba a la de una de sus hermanas, muerta por castigo de Poseidón.

Entonces tomó el cadáver de la joven entre sus brazos y lo amoldó en forma de gota, para luego envolverla en un alga. La enterró bajo la arena y huyó, pues no debía ser vista, o acabaría como su hermana.

Tres días después nació de la gota con la vida de la joven una preciosa sirena, cuyo aspecto no era muy diferente al de una niña de cinco años. Su cola era azul, como las ropas que llevaba la muchacha, y su cabello y ojos negros por el maleficio que la había matado.

La pequeña sirena aún era muy débil como para nadar a su voluntad, y la corriente la arrastró hasta una laguna de aguas quietas. Allí, la confundida niña comenzó a nadar en busca de sus padres, y tras largas horas de búsqueda, no los encontró. Rompió entonces en llanto, invisible bajo el agua. Tenía hambre, pero no sabía qué se podía comer y qué no.

Pasaron los años. La pequeña de antes era ahora una preciosa sirena joven, sin nombre, sin nadie que la conociera. Había vivido toda su vida en esa laguna, y paradójicamente, no quería pasar más tiempo en el agua. Comenzó a salir, y cuando ya estuvo completamente fuera y su cola seca, ésta se dividió en dos, formando un par de piernas. 

Se levantó, y torpemente comenzó a caminar. Llegó a un pueblo. Una escandalizada mujer la cubrió con ropajes y la recibió como sirvienta. Le preguntó su nombre. Le dijo que no tenía. Tras una breve discusión, la mujer la llamó Amalia.

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