Capítulo 1 (Página 4)

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Un puñetazo en la sien despertó súbitamente a Kite Rowen.

-Despierta- escuchó entre las pequeñas luces blancas que aparecieron en su vista después del golpe.

Intentó incorporarse, pero su esfuerzo por hacerlo fue en vano. Mareado, cayó bruscamemte sobre la esquina de la cama de hierro en la que descansaba, impactando de lleno en su costado izquierdo.

Lucho con todas sus fuerzas por reprimir el dolor que lo invadía y no aparentar debilidad delante de aquellos hombres, mas sus labios dejaron traslucir una mueca. Hizo un esfuerzo sobrenatural para ver los rostros de los hombres, pero su cabeza daba vueltas y por mucho que lo intentaba, no conseguía enfocar la mirada hacia ellos.

Antes de que pudiese reaccionar, una mano cubrió rápidamente su cabeza con un costal de heno para que no pudiese ver el rostro de los Guardianes que lo interrogarían.

Así se acostumbraba a actuar en Ingerdi, una prisión que gozaba de una enorme y creciente popularidad en todo el Imperio de Ánpidelle y que era apodada "Infernus Terra" por los Guardianes que la custodiaban y por los mismos reclusos, obligados a cumplir sus penas de encierro en aquél desolado paradero. Por más exagerado que pareciera ese mote, al ingresar a la misma no quedaban dudas de que lo tenía bien merecido.

Una mezcla de olores nauseabundos entró de sopetón en sus pulmones. "¿Acaso no tenían una forma un poco más práctica y amigable de hacer las cosas?" Ansiaba respirar, sino el aire fresco de algún bosque o el seco viento del desierto, al menos la fétida podredumbre característica del encierro que se inspiraba comúnmente en aquel calabozo.

"Que bien que se siente estar aquí" ironizó Kite en su mente, como tantas otras veces había hecho. Todas las mañanas y desde el primer momento en el que había puesto un pie en Ingerdi recibía siempre el mismo trato.

Había perdido toda noción del tiempo que había pasado encerrado en aquella prisión. El mismo volaba como Ícaro en momentos de descanso y tomaba tintes de oscura eternidad a la hora de los trabajos forzosos.

¿Era realmente consciente de lo difícil que sería escapar? Habían sido ya miles las revueltas tramadas para lograr la tan ansiada libertad. Desde los previsibles y toscos intentos de escapar de idiotas que ni siquiera se habían tomado el trabajo de pensar un poco más en su persecución, hasta la ingeniosa e intrincada planificación de personas que parecían máquinas dando un notable uso de sus facultades mentales.

Mas todo fallaba. En Ingerdi todo llevaba naturalmente al fracaso. Siempre había un cabo suelto que atar. Desde la atenta vigilancia de un Guardián que no estaba en sus planes, hasta la inoportuna intromisión del mismísimo Jefe de Guardianes, que parecía anticipar todos y cada uno de los movimientos de los reclusos y estar preparado contra ellos. No importaba el grado de inteligencia de la estrategia enarbolada, todas estaban atadas al mismo destino.

No podía escapar. Y eso pesaba en su aspecto raquítico. Mientras intentaba respirar, no sin cierta dificultad. Kite pensó en el penoso estado en el que se encontraría en ese momento. Parecían años los que habían transcurrido sin verse reflejado en un espejo. El agua turbia y sucia que le daban para beber no le permitía hacerlo.

De todas formas Kite todavía podía recordar su resplandeciente pasado. Nadie negaría que fuera de los límites de Ingerdi era un fiel retrato de la gente de Siredelle, una pequeña aldea en donde nació y pasó gran parte de su infancia.
Kite era caucásico, de estatura mediana y dueño de un cabello dorado que descansaba sobre sus anchos hombros. Era esbelto y de un andar siempre firme y decidido que revivía el de los emperadores que habían sabido dejar huella. En síntesis, tenía la fisionomía a la que el sirelino solía rendir culto al momento de mostrarse a la vista de los demas seres que poblaban el Imperio.

Su nariz angulosa y sus ojos, de un intenso azul marino, rasgos característicos de su padre, eran los rasgos que lo diferenciaban del sirelino común. Sin dudas cualquier dama vería un buen partido en él y no tardaría en reparar en su sonrisa, en la que unos dientes perfectamente blancos brillaban a la luz de una nueva batalla ganada.

Su apariencia actual, sin embargo, distaba mucho de aquella que enloquecía a las señoritas. Las condiciones insanas de la prisión y la privación en su higiene personal habían dejado huellas en el fétido hedor que desprendían sus poros. Sus fosas nasales tristemente habían terminado por acostumbrarse a ello. 

Ya no tenía la fuerza de antaño. Su cuerpo había cambiado. Demacrado y lánguido, reflejaba con una perfección cruel cómo la llama de su vida se extinguía lenta y sin fin.

Sus vestiduras, hechas harapos por el arduo trajín de los trabajos forzosos que realizaba lo hacían lucir cual si fuese un vagabundo. Una larga e incipiente barba sin afeitar completaba los tristes cambios en su apariencia.

Éxodo De LobosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora