¿Esperaban ustedes otra cosa?: MateoVega, el peón que engendró las criaturas de Rosaria, no se hizo presente el día del parto. Tampoco había aparecido durante el último tiempo del embarazo, ¿por qué?, de haberlo hecho, ¿no habría ido con ella al monte a rescatar la pierna del buey desbarrancado? No compadeció la angustia final de Rosaria. No se hizo cargo de ninguno de los niños. ¡Ni el mismo José Simeón lo mencionó para otra cosa que no fuera para decir que era él quien había embarazado a Rosaria! El Gobierno, en consecuencia, dio al padre por inexistente (o por incompetente), pues en todos los documentos oficiales sólo se habló de "los hijos de Rosaria Araya".
No es cosa de maravillarse, sin embargo, por el comportamiento irresponsable de Mateo Vega. Porque, cuando se tenía un padre como ese Mateo, es decir: un simple "peón", entonces había que hacerse la idea de que papá no era sino un accidente -o una cadena de incidentes- en las vidas de su prole. Los hombres como Mateo no formaban familia. Se sentían compelidos, más bien, a "andar la tierra". En camino a otros valles, de vuelta de otros fundos, en busca de otras minas. Escapando a los montes. Atravesando la cordillera. Apareciendo, desapareciendo.(3) Dormían a cielo descubierto, o "paraban" en cualquier rancho disperso que hallaban en su travesía (un rancho, tal vez, como el de Rosaria). Sus hijos, por lo tanto, no dormían junto a ellos. Tan sólo se "noticiaban", de repente, de que su padre andaba en los cerros de tal parte, arreando quién sabe qué tropillas de animales. O que estaba en los valles de Coquimbo, donde lo habían visto oficiando de pallaquero. O en eternizadas conversacionesde negocios, en el pueblo vecino.(4) Y aun podían pasar años sin que se tuviese el menor "noticiamiento" de él. Hasta que alguien avisaba que estaba preso, que lo habían herido en un riña de borrachos. Que lo habían visto convicto, enjaulado y engrillado, reparando el camino del puerto. O que lo habían agarrado en una leva, que lo habían hecho servir en el Ejército, que se había desertado. Que, en fin, se había hecho cuatrero.(5)
Así, poco a poco, de pura ausencia y "noticiamiento", un papá del tipo de Mateo Vega se iba transformando, en la mente de sus hijos, en una especie de leyenda. En un padre legendario. Legendario, pero inútil. A veces admirado y deseado, pero las más de las veces temido y rechazado. Pues, a fin de cuentas -o sea, cuando los hijos ya no eran más niños-, no resultaba ser más que un desecho de la sociedad.(6)
¿Cuán efectivamente culpable era, sin embargo, un papá como ése?
Todos sabían que un "peón-gañán" no podía, ni él mismo, mantenerse con el jornal que pagaban entonces por su trabajo. Que las más de las veces se le forzaba a trabajar "a ración y sin salario". Que, por hallársele en el camino y sin ocupación -es decir, sin una papeleta que atestiguase que tenía "amo"-, se le consideraba un "vagabundo mal entretenido", y que por considerarse al vagabundo un estado "de suyo" pre-criminoso, se le acosaba y se le perseguía. Era un sospechoso de nacimiento.(7) ¡Pobre papá! Daba lástima. A veces, como merodeando, aparecía por el rancho de mamá. Como un proscrito culpable, corrido, irresponsable. Despojado de toda aureola legendaria. Traía regalos, claro, algo para mamá: una yegua, un cabrito, una pierna de buey. Pero venía siempre acompañado. Un 'socio' de mirada torva, oscuro, tan proscrito como él.(8) Se "aposentaba" en casa por tres o cuatro días, pero apenas si, de lejos, echaba una mirada a sus hijos. ¿Para qué más? Permanecíamos mutuamente distantes, como extraños. Hasta que de pronto la visita terminaba, generalmente, en una borrachera o en un violento altercado con mamá. Cuando se iba -casi siempre en dirección al monte- el aire se nos hacía más respirable. Más fino y transparente. Que se vaya. Que se pierda en el polvo de sus caminos. ¡Que siga "aposentándose" por allí, embarazando mujeres y desparramando "huachos"!
Ustedes dirán: no todos los hombres eran del tipo de Mateo Vega. Que el caso de los famosos "inquilinos" era diferente. Porque éstos, bajo el amparo del señorial sistema de hacienda (autoridad, organización, respeto), tuvieron que hacerse más caseros, fundando con mamá familias estables y nurnerosas.
Es cierto. Somos muchos los chilenos que provenimos de las familias que esos "inquilinos", bajo tal sistema de amparo, lograron levantar. Pero ¡cuidado!, no por destacar las diferencias entre el "peón-gañán" y el "inquilino" vayamos a caer en el viejo y doble prejuicios de condenar sin más al "roto sin Dios ni Ley", para ensalzar sin más la 'hacienda moralizadora y civilizadora'. Pues, para empezar, ¿han tentado levantar rancho y familia en propiedad ajena? ¿Saben lo que es vivir arranchados bajo el signo de la transitoriedad, traspasados por la voluntad arbitraria del propietario terrateniente? ¿Lo saben? Si es así, ¿se han percatado de la conducta que sigue el papá de carne y hueso que uno ve y toca 'todos' los días? Desde luego: trabaja laboriosamente, de sol a sol, de año a año, para nosotros. Pero mírenlo allá, cerca de las pircas, junto al patrón -que cabalga a su lado como una especie de gigante-: ¿no va sonriente, servicial, presto, extravertido? Y véanlo ahora aquí, dentro del rancho, doblado sobre la mesa: ¿no está iracundo, huraño, autoritario? Allá no es más que un "peón" sumiso, a pesar de su categoría de "inquilino"; aquí, entre nosotros, un capataz de segunda categoría, autoritario, pese a su fama de 'padre de familia'. Pero hay más: ¿no les ha hervido la sangre cuando él deja a los patrones entrar a nuestro rancho, que no vienen a otra cosa sino a divertirse a costa de la mamá, o las tías, o las hermanas de uno?(9) Claro, él sabe perfectamente que no puede impedir que ellos ejerzan su derecho de meterse a nuestro rancho y de "chacotearse con las niñas", pues, después de todo, junto con nuestra casa, nuestra familia también es como propiedad de ellos.(10).
Por todo eso -y otras cosas más- papá "inquilino" hacía poca noticia. No llegaba a desarrollar en torno suyo ninguna aureola legendaria, ni siquiera como la de los peones-cuatreros. Papá "inquilino" era un hombre ostentosamente sometido, precisamente en presencia y ojos de todos nosotros, sus muchos hijos. No nos producía ni admiración a la distancia ni rechazo por su cercanía, sino, simplemente, desazón. Desilusión (11). Algo así como una rabia sorda que crecía dentro de uno, a medida que el niño se hacía muchacho, y el muchacho -óigase bien- se hacía "peón".
Sólo cuando éramos muy niños. Cuando había que acompañarlo a potreros distantes -por ejemplo, para hacer carbón-, entonces, allí, en soledad, hundidos en el silencio de los cerros, lográbamos establecer con él una relación cálida. Intima. Allí se nos aparecía el papá que esperábamos: sabio, poderoso, capaz de hacer cualquier cosa y de enseñarnos todo.(12) Pero el papá "inquilino" no siempre se escapaba de la hacienda en compañía de su hijo menor. También lo hacía junto a los otros inquilinos -o con el mayordomo o el mismo patrón-, y no a la intimidad de los cerros, sino al mundillo ardiente de la pulpería o chingana del pueblo cercano. Entonces no era ni cálido ni sabio, sino un estúpido borracho a caballo, que las emprendía a rebencazos contra otros parroquianos, o contra sus perros -que lo seguían en manadas a todas partes-, o contra sus hijos que, también en manadas, lo esperaban en su rancho(13). Así, de esta manera, los buenos recuerdos de papá comenzaban a diluirse, ahogados en hechos de violencia. O en los terribles alegatos que estallaban cuando él trataba de atar a sus hijos mayores, de por vida, como "peones obligados" al servicio de la hacienda. Así, con el paso de los años, la imagen de nuestro papá "inquilino" se nos iba tornando, de verdad, más y más insoportable. O prescindible. Es que el viejo, para ascender en la jerarquía patronal, terminaba por convertirse en un rabioso capataz del orden que lo destruía a él y a todos nosotros como personas. Se fue convirtiendo en un patroncillo de tercera clase, que peonizaba "a ración y sin salario" a sus propios hijos, o por un mísero salario a los hijos de otros inquilinos. ¿En qué se convertía, a fin de cuentas, nuestro papá "inquilino"? En un hombre apocado, servilizado, apatronado, sin agallas propias, y en un proyecto familiar sin destino ni dignidad. Si uno quería ser un 'hombre' de verdad; o sea, un hombre digno, dueño de su propia vida y libre conductor de su propia familia, entonces no podía uno escogerlo a él como modelo. Así que no tenía sentido quedarse al lado de él. Había que abandonarlo, apenas fuera posible. Había que echarse al camino, buscar por otros lados. Y si él quiere quedarse allí, atado a la tierra de otro, ascendiendo bajo el despotismo de otro, allá él. ¡Que se entierre en su servilismo! Y si eso significa rodar por allí sin familia, sin otra tierra bajo los pies que el polvo de los caminos, transformados en un "huacho" vagabundo por opción de dignidad, pues, ¡vaya!, que así sea. Es lo mejor. Claro que fue lo mejor. Pues, ¿no han visto cuántos papás "inquilinos" concluyeron, después de todo, por seguirnos? ¿No terminaron casi todos ellos por 'ahuacharse' también, y establecerse como inermes "allegados" en la casa de su hijo "peón" mas exitoso? ¿No teníamos razón?(14)
No crean que ya terminamos con esto. De los papás apenas se ha escrito nada. Todavía queda por hablar acerca de lo que pasaba cuando uno era hijo de "parcelero", o de "chacarero", "pirquinero" o, en general, de un empresario de tipo popular. Es decir, hijo de un papá con medios propios de producción. 'Medios propios de producción'... Suena bien, ¿no? Un papá-empresario, dueño de su propio proyecto de trabajo, gestor de un incipiente proceso de acumulación, conductor de familia propia. En este caso, era distinto trabajar sin salario para él, porque era como trabajar para nosotros mismos. Así que los problemas que encontrábamos en el trabajo productivo los resolvíamos colectivamente. Más aún: festivamente. ¿Cómo no estar alegres, cómo no celebrar, cuando, por ejemplo, levantábamos por mano propia no un rancho transitorio de hacienda, sino una definitiva casa propia de adobe y teja?(15) ¿Cuando cosechábamos nuestro propio trigo, fundíamos metales en nuestra propia fragua o lavábamos arenas auríferas en nuestras propias instalaciones? Papá soñaba con comprar más y más animales, adquirir otros retazos de tierra, levantar un trapiche o una chimenea de ladrillo a fuego para la fragua. Mamá aburría a todo el mundo exigiendo una cocina techada con tejas. ¡Si hasta se preocupaban de enviarnos a la escuela!(16) Fue el tiempo de la infancia feliz. Fue la época en que papá brillaba en torno nuestro, como el sol.
En algún momento, sin embargo -¿bajo qué nebulosidad de infancia comenzó a desencadenarse 'eso'?-, papá se fue poniendo opacos, y mamá triste. Las cosas comenzaron a marchar con dificultad. De repente, como que no marchaban y sentimos hambre. Comenzaron a desaparecer las cosas que nos enorgullecían, e incluso las herramientas de trabajo. ¿Cuándo comenzó a suceder eso? ¿Fue cuando empezaron a visitar nuestra casa esos futres de la ciudad? ¿Esos agentes de comercio, esos diezmeros, los estanquilleros, los hacendados vecinos, el cura, el juez, el subdelegado, los alguaciles? ¿Cuando, como un latigazo, caían desde el norte, sobre nuestras casas, las levas militares? ¿Fue cuando los "comerciantes habilitadores" se apoderaron por deuda de las minas de los "pirquineros"? ¿Cuando los hacendados, los bodegueros, los molineros y sus aliados despojaron de sus tierras, bueyes y enseres a los labradores que, por deudas, vendían sus cosechas "en verde"? ¿Cuando los mercaderes de las grandes ciudades hicieron demoler las "rancherías", erradicar las "fraguas" y alzar las patentes a los industriales de condición popular?(17)
Desde entonces, nada fue lo mismo. Papá comenzó a. esconderse en los montes cercanos. Tenía miedo de que los futres (mercaderes, jueces, curas, militares) le quitaran todo o lo encarcelaran. Fue entonces cuando mamá, sola, tuvo que enfrentarlos. Todavía la veo, plantada en la puerta de la casa, tranca en mano, dispuesta a corretear a trancazos esas aves de rapiña.(18) Pero volvían una y otra vez, sin perturbarse. Papá tuvo que, definitivamente, dedicarse a aquello de "andar al monte". Entonces los "diezmeros", "jueces" y demases avanzaron por todos lados, como langostas. Hasta que consumieron casi todo. Fue el fin. Había que irse. Teníamos que irnos, aunque quedara algo, porque lo que quedaba había que dividirlo entre los seis, siete, ocho o más hermanos que crecimos junto a papá y mamá. Y eso no servía para nada que fuera digno. De modo que uno, en ese momento, podía preguntarse: y todo el esfuerzo de los viejos, todo el esfuerzo nuestro, ¿para qué? ¿Qué pudo papá, aun con el apoyo de todos nosotros, contra la alianza de los mercaderes, jueces y militares? ¿Qué recibimos nosotros de todo eso, al final? Nada.(19) Y ahí quedó papá, proscrito, convertido a la fuerza en un bandolero, en un ladrón de ganados, o en un anarquista; o sea: en un perseguido. Vagabundeando por ahí, codo a codo con los desprestigiados peones-gañanes. ¿Qué podíamos hacer entonces nosotros? ¿Rondar como fantasmas en torno a los restos de la parcela, o de la viña, o de la mina broceada, en torno a la fragua erradicada o cerrada por insalubre? ¿Llorar la derrota de papá empresario frente al poder de la clase mercantil? ¿No era mejor, pues, enrabiados como todo 'huacho', echarse también al camino?(20)
Este sí es el punto en que, ya, es mejor no seguir. Si se habla de 'nuestros' viejos, entonces hablemos de leyendas de bandidos, de presencias pusilánimes, de hombres derrotados. O sea, nada que fuera capaz de retener a su lado los muchos hijos que echaban al mundo. No nos abrieron camino: por el contrario, nos bloquearon. Así que nos repelían, y los repelíarnos. O por causa de ellos mismos, o por causa de terceros; que para el balance final, lo mismo da. Lo que realmente cuenta es que nos convertimos en "huachos". En una enorme masa de niños y muchachos que estaban "demás" sobre el camino. Es nuestra identidad, y aquí es lo único que cuenta.
Ahora dirán ustedes: ¿y qué pasaba con mamá? Pues -como lo presintió claramente Rosaria Araya- los hijos se quedan siempre aferrados a la madre. Sobre todo, cuando hay naufragio conyugal. Entonces digámoslo de entrada: mamá se quedaba muy a disgusto con nosotros. Es que para ella no éramos más que un cepo que la impedía moverse con la presteza requerida para subsistir en un medio tan difícil como era el que acosaba a los chilenos pobres del siglo XIX. Donde la mayoría de los hombres -aun los más fuertes- fracasaban sin remedio, viéndose obligados a escapar de sus hijos. Mamá no podía escapar de nosotros. No podía. Pero, francamente, la estorbábamos. ¡Y vaya si la estorbábamos! Si su impulso más primario -tras echarnos al mundo y comprender que estaba sola, como Rosaria- era "repartirnos". Eso, exactamente eso: obsequiarnos a cualquier otro que sí pudiera "tenernos". Ella no escapaba como papá, ciertamente, pero en cambio se deshacía de nosotros, tan pronto como podía. Y podía pronto hacer eso. ¿No lo creen?
Usaba distintos procedimientos. Uno de ellos consistía en llevar al niño recién nacido, en la oscuridad de la noche, a una casona patricia, en cuyo zaguán, envuelto en toscas mantillas, se le dejaba "expuesto". Ella golpeaba la puerta y escapaba. Había que golpear fuerte, para impedir que el niño llorara largo rato hasta que saliera alguna sirviente.(21) Una variante de ese procedimiento era llevar al niño, también de noche, hasta la llamada Casa de Expósitos. Una vez allí, depositaba el bulto sobre una bandeja adosada a un torno, giraba el torno -que introducía el niño al interior del ventanuco-, tiraba de la cuerda de campana que colgaba junto al torno, y escapaba.(22) ¿Qué sentía mamá cuando escapaba corriendo de vuelta hacia su rancho? ¿Iba llorando? Tal vez. Pero es probable también que no, porque, según revela otro de sus 'procedimientos', solía regalarnos, a plena luz del día y con una gran sonrisa en sus labios -como si fuéramos una flor de su jardín-, a algún patrón o patrona muy querido para ella.(23) Otras veces preferían vendernos "a la usanza" -como se denominaba este 'procedimiento'- a los mercachifles que suministraban "huachos" y "chinas" a las casonas y palacios de Santiago, que devoraban y consumían sirvientes como si fueran "frutos del país".(24) En la capital, los "huachos" servíamos para rellenar todo: desde la necesidad de esclavos de adorno, hasta las plazas vacías del Ejército de la Patria; todo, por supuesto, "a ración y sin salario".(25) Pero eran muchas las mujeres -más de lo que cualquiera pudiera sospechar- que, en su desesperación, tomaban la decisión de deshacerse de nosotros de un modo más directo: arrojándonos al fondo de un barranco o de una quebrada. Allí, entre el barro y el estiércol, terminábamos convertidos en carne para perros, ratas y chanchos.(26) ¿Una exageración de nuestra parte? ¿Ustedes creen que nos estamos sobrepasando en nuestro resquemor? No, nunca tanto. Pues ellas, de verdad, muchas veces nos preferían muertos. Si no, ¿cómo explicar entonces ese hecho tan de sobra conocido, como es el que, para todos los adultos de pueblo, sólo cuando muertos llegábamos a ser 'verdaderos niños'; es decir, auténticos "angelitos"?(27) De más valía era un niño muerto y en el reino de los cielos que vivo, hambriento y estorbándolos en este valle de lágrimas.
Es cierto que había otras mamás que decidían conservarnos a su lado. Cuando esto ocurría, nos agarrábamos a ella como desesperados, de media docena para arriba, y, en tropel, tenía que "cargarnos" -era la expresión usada- donde quiera que ella fuese. Si era "lavandera", la seguíamos hasta los pilones y acequias, donde, junto a otros "huachos", estorbábamos por días enteros, lo que obligaba a la policía a intervenir.(28) Si era "fritanguera" o "vivandera", la seguíamos hasta las cañadas, plazuelas y descampados donde instalaba su cocina, sus ramadas, mesones y ventas. Pero si era "sirvienta" o "cocinera" de puertas adentro, no podíamos seguirla, y teníamos que quedarnos en el cuarto o en el sitio, a veces solos, otras veces bajo custodia de la abuela.(29) En cualquier caso, estaba siempre ocupada. Nuestra algazara, por más terrible que fuera, no lograba distraerla de sus quehaceres o retenerla con nosotros. No la poseíamos.
Hay algo, sin embargo, que no puede negarse: tenía agallas. Cuando ya se encontraba "cargando" más de un niño, tomaba una decisión crucial: abandonar la casa de la abuela para arrancharse por cuenta propia. ¡Cómo majadereaba entonces al tinterillo del pueblo para que redactara para ella, y "a ruego", una "petición de sitio" dirigida a "vuestra señoría", el alcalde o el intendente!(30) Al final, lo conseguía: le daban o arrendaban una cuadra, un cuarto de cuadra, unas pocas varas de tierra. Allí levantaba su rancho, sus "planteles" de árboles frutales, sus hortalizas.(31) Al tiempo, su "quinta" era un verdadero vergel, lleno de vida, abierto, generoso. Pero, ¿qué ingreso le producía esa "quinta"? Rara vez más de treinta pesos anuales, ¡cuando lo que se necesitaba para alimentar adecuadamente a su "mucha familia" no podía ser menos de ciento veinte pesos anuales!(32) Así que, de todos modos, tenía que salir a lavar ropa, a levantar fritanguerías en las alamedas, o convertir su rancho en una "chingana" o "fonda", a efectos de incrementar sus ingresos. Por entonces, mamá era una mujer de las llamadas "abandonadas", pero era joven. Joven, vivía sola y atraía hombres como moscas. En el rancho de mamá pernoctaban labradores, peones, afuerinos, terratenientes, hombres de paso, de todo tipo. Allí comían, bebían, cantaban, jugaban y se divertían, formando a menudo "encierros" que escandalizaban a los curas, jueces y hacendados de la vecindad.(33) No era raro que nosotros, en las noches, anduviéramos a tropezones con los borrachos que se dormían en cualquier parte (cuyas bolsas y morrales eran, para nosotros muy fácil de 'aligerar'). Las trompadas y los cuchillazos no solían escasear, y la sangre derramada obligaba a los vigilantes a irrumpir de repente en nuestro rancho, terminando con mamá en los calabozos, para espanto de sus muchos parroquianos, que, al saberlo, no dudaban en asaltar la cárcel para liberarla.(34)
¿Era mamá una puta o no?
Para los jueces, para los curas y los grandes hacendados de la provincia, sí, lo era. ¡Y en qué grado! De modo que la acosaban, la denunciaban por adulterio, por amancebamiento, prostitución, robo, por lo que fuera. Uno vivía permanentemente en ascuas. Había viólencia, fuera y dentro del rancho. Uno podía ver y vivir escenas de todo tipo. El cariño que teníamos por mamá estaba atravesado por todas partes por estallidos de violencia emocional y física, que nos reventaban en el alma periódicamente. Qué más vueltas darle: la vieja era escandalosa. Y no podía ser extraño que, más tarde o más temprano, los jueces determinaran "deportarla" a La Frontera, donde la "depositaban" en casa de algún propietario "de honor", para que sirviese de por vida, "a ración y sin salario".(35) Cuando determinaban eso, confiscaban el sitio de mamá, incendiaban el rancho y a nosotros nos repartían en diferentes "casas de honor", para aprender a servir y a tener "amo", único modo de tener derecho a circular por el territorio sin ser perseguidos por "vagabundos".(36) ¡Pobre mamá! Su callejón, sin salida, era de ida y vuelta: de sirviente a puta, y de puta a sirviente. Y en ese callejón crecíamos nosotros.
Algo cambió la situación después de 1860. La industria manufacturera comenzó a desarrollarse en varias ciudades y muchas mujeres "abandonadas" hallaron en el trabajo asalariado de tipo industrial una especie de escapatoria del callejón servilista en que estaban atrapadas. La mayoría se hizo "costurera", trabajando "a domicilio" para algún comerciante de ropa hecha, o en las barracas de alguna fábrica. Ganar un "salario", aun miserable, era para ellas una posibilidad cierta de vivir en su propio "cuarto" y reducir su condición de servidumbre y dependencia. Que, pese al desprestigio que las rodeaba, luchaban internamente por dignificar sus vidas, lo revela tanto el entusiasmo con que se volcaron a la costura asalariada, como su masivo ingreso a las "escuelas primarias" que comenzaron a abrirse por todas partes (superando en esto, a fines de siglo, a los hombres). Es que no querían seguir "sirviendo". Su tendencia a abandonar la servidumbre fue percibida por los "amos", que denunciaron en el Congreso esa funesta actitud de las mujeres de pueblo.(37) Fue un lindo esfuerzo. Un loable movimiento de digna proletarización. Pero, vean ustedes: ¿qué sucedió al final de ese movimiento?
Esto: cambiaron sus floridas "quintas" por un cuarto de conventillo. El aireado rancho de suburbio por un tugurio repleto de emanaciones irrespirables. Su independencia escandalosa por una decencia enfermiza. Cuando mamá creyó alcanzar por fin su dignificación, fue justo cuando nos recluyó en una especie de cárcel apestosa, donde nuestra salud comenzó a debilitarse irreversiblemente. Y fue dentro de esa cárcel donde un día reapareció papá, regresando derrotado de quién sabe dónde, dispuesto esta vez a participar de nuestra "vida proletaria". Justo allí, en el infierno. Entonces, de nuevo, estalló la violencia. Pero ahora directamente 'entre' nosotros: entre papá y mamá, o de ellos 'contra' nosotros. Aprendimos a vivir sintiendo en la piel el lento proceso de alcoholización de nuestros viejos, y de prostitución de nuestras hermanas, a quienes nadie, ya, se dio el trabajo de denunciar y deportar por lo que hacían (o vendían). Así que allí, en nuestras propias narices, se pudrieron todos a mierda lenta. Lenta, como iba el agua pútrida que surcaba el patio del conventillo. Lenta, como la rabia que nos apretaba, por dentro, el cuello, impidiéndonos tragar. Teníamos que reventar por algún lado. Salir. Escapar. ¿Y hacia dónde podía escapar un "huacho" de alma por 1900, en Santiago de Chile, sino a la calle? Y vean pues ustedes: ¿de qué nos sirvió quedarnos agarrados a las pretinas de mamá si, al final de todo, y como antes, lo mismo terminamos estando "demás" sobre el camino? La verdad fue siempre que ¡sobrábamos!
Había que comprenderlo: para nosotros, la vida no consistía en seguir majaderamente las huellas de papá y mamá. No podíamos repetir el ejemplo que nos daban. No tenía sentido construir nada puertas adentro. No con ellos. No allí dentro. Nuestra única posibilidad radicaba en buscarnos entre nosotros mismos, puertas afuera. En construir algo entre los "huachos", por los "huachos" y para los "huachos"."Estaba claro: teníamos que apandíllarnos, o morir."
Fue lo que aprendimos a hacer, desde el principio. En torno a los pilones, donde lavaban las mujeres. En la "caja del río", en guerra de piedras contra los chimberos. En las chacras, contra las tapias de los vecinos. En las playas, mariscando, saqueando navíos naufragados. Agarrando carbón a lo largo del ferrocarril. En el puente de palos, en los muladares, en las recovas, frente a las chinganas. Yendo, viniendo, como nube de moscas, o de avispas. Así fuimos construyendo un afiebrado mundo propio -que para los adultos era sólo un zumbido de zánganos marginales-, el cual, creánlo o no, fue ofreciéndonos sucedáneos para todo. "Compañeros" en vez de hermanos. "Socios" en vez de padres. Geografía para caminar en vez de estratos sociales que escalar. Riquezas lejanas y fabulosas que desenterrar, a cambio de salarios miserables que "ganar". Excedentes ajenos de los cuales apropiarse, en sustitución de lo propio que nunca nos dieron. Y por sobre todo, en vez de amor, camaradería. Esa camaradería que, para nosotros, los "huachos", es un principio básico de vida, especialmente la camaradería masculina.(38) Sin ella, no se puede "andar la tierra". No se puede seguir hasta el final un "derrotero". No se puede "combinar" un asalto, un robo, un alzamiento en la faena, ni es posible defenderse ni hallar refugio. Sin camaradería, verdaderamente, no se es nada. A lo más, sólo un pobre "huacho" inerme y abandonado.
Digámoslo más fuerte: nuestra camaradería "de huachos" constituyó el origen histórico del machismo popular y la conciencia proletaria en Chile. Un primario instinto "de clase" que, para nosotros, fue más importante -para bien o para mal- que el instinto de familia. Fuimos, por eso, la primera y más firme piedra de la identidad popular en este país.
Nos vimos forzados, por lo tanto, a darnos nuestra propia 'ley'. A levantar como fuera nuestra propia sociedad, y labrar de cualquier modo nuestro propio 'proyecto de vida'. Definirnos nuestros roles históricos y así hemos creado nuestro propio movimiento, les guste o no les guste. Son ustedes los que, a la larga, pagarán las consecuencias de todo ello. En cuanto a nosotros, es bueno que lo sepan: ya pagamos por todo eso.