Un mes antes de su muerte, Rosaria Araya invitó a dos de sus hermanos a subir a pie un monte que distaba más de una legua del rancho en que vivían. Ella quería retirar de allí un buey suyo, que había muerto al caer en un barranco. Semejante caminata, que en sí no era nada fuera de lo común para los descabalgados campesinos pobres del valle de Illapel, constituía para ella -al decir de José Simeón, el gobernador- una "agitación extraordinaria". Pues era que ella, soltera de 26 años, estaba en el octavo mes de embarazo, y ya desde el sexto su barriga "se había manifestado demasiado crecida" (había sido embarazada por Matías Vega, peón de 26 años, soltero, del mismo valle).
A pesar de su gran barriga, Rosaria Araya no sentía "ninguna incomodidad ni dolencia alguna". Al contrario, se mostraba "siempre ágil para trajinar", lo que maravillaba a todo el mundo, puesto que no comía nada. O casi nada. Su única obsesión era engullir grandes cantidades de chagurires, "por el fresco de ellos". De modo que cuando subió al monte con sus hermanos para rescatar su buey desbarrancado, se detuvo continuamente en el camino para tomar chagurires y estrujarlos en su boca. Así pudo sentirse ágil y animosa para, a pleno sol, descuerar el buey, cortar una de sus piernas "y para trer ésta y el cuero a la rastra asta su casa".
José Simeón estaba asombrado por la vitalidad de Rosaria Araya. Sobre todo, al saber que ella, después de esa subida, "hizo otra, también al cerro, casi a igual distancia, y en la que anduvo sin fatigarse". Era de verdad increíble. Sin embargo, ya por este tiempo "no pudo dormir de ninguna manera sino sentada", y al frisar los nueve meses se hizo necesario prestarle ayuda cuando quería pararse, debido al mucho peso de su barriga. Aunque "puesta de pie, pudo siempre andar y ocuparse en los quehaceres domésticos".
José Simeón tenía razón: Rosaria Araya era una joven campesina de mucho ánimo y vitalidad."El día catorce del presente de 1845, entre cuatro y cinco de la tarde, le principiaron los dolores".
Se dio aviso a la madre. Se hizo venir a Damiana Soto, para que colaborase en el parto. Y sin mayores complicaciones, como a las siete y media de esa misma tarde, vino el parto, naciendo un varón. Unos instantes después "también vino la par", con lo que la parturienta se sintió más aliviada. Viendo eso, las comadronas "la echaron a la cama, quedando con algunos dolores, aunque pequeños".
Durante dos días, Rosaria Araya permaneció en cama, "con dolores muy lentos". Su enorme barriga estaba también allí. Latente. Sin desincharse. Como en obediencia a una voluntad propia. Trascendente a la vida del hijo que había expulsado fuera de sí. Rosaria Araya comenzó a tener miedo. Se puso tensa.
Entre ocho y nueve de la mañana del tercer día, la gran barriga comenzó a retorcerse con dolores rápidos y agudos. Rosaria comenzó a perder el control de sí misma. Corrieron a buscar a Pascuala Barrera, "la que habiendo venido muy pronto, y pulsando a la paciente, dijo que era parto". Previendo un parto difícil, la madre hizo llamar a un hombre, "para que las ayudase teniéndola". A las diez de la mañana nació una mujercita, seguida de la par.
Tras su segundo parto, Rosaria Araya no mostró síntomas de fatiga alguna. Se sentía bien. Recibió un poco de caldo y pidió jugo de chagurires. Todo pareció entonces normalizarse. Pero otra vez, como a las once, "le apuraron nuevos dolores, y en término de una ora nació otra hembra, y luego salió también la par".
Fue entonces cuando, todabía bajo el peso de su gran barriga, Rosaria Araya estalló en una gran desesperación.
"Por esta tercera se afligió la paciente demasiado, recordando su pobreza y la de sus padres, diciendo que haría con tantos hijos y como se vería para criarlos pues era tan pobre, por lo que deseó mas bien morir".
La madre y las otras personas que la auxiliaban se esforzaron por consolarla y tranquilizarla. Que no se afligiera. Que no iba a morir. Que todos la ayudarían a cuidar de sus hijos. Al rato, Rosaria pudo al fin relajarse y dormir algunos minutos. Algunos de los presentes se retiraron. Pero, con violencia, a eso de la una y media, la barriga comenzó a retorcerse de nuevo. Los violentos dolores se prolongaron por casi tres horas. Y eran las cuatro bien pasadas cuando de la enorme barriga emergió otra hembra.
"Entonces lloró, se lamentó, y exclamó al cielo, nuevamente, gritando que la privasen de la vida, pues se creía ser la crítica de todos por haber tenido tanto niño, y lo peor, no tener con que alimentarlos".
En medio de sus gritos y llanto, los dolores atacaron nuevamente. La partera dijo que sólo era la par. Mas
"... la paciente se afligió tanto, creyendo que era otra criatura, que la partera retrocedió, entonces ella, sintiendo un gran dolor, dijo que iba a morir muy pronto, le habló a su madre, pidiendole perdón, como tambien a todos los que la auxiliaban, y dando un fuerte quejido, al momento, expiró".
Como en un eco, sólo quedó un largo, tembloroso silencio.
Los que la auxiliaban -contó José Simeón- "dicen que murió con bastante barriga". Que era muy probable que, todavía, tuviese otras criaturas. Pero ya nadie quiso averiguarlo, "y conociendo que estaba muerta, sólo trataron de amortajarla".
Las criaturas que alcanzaron a nacer fueron, pues, cuatro: un varón y tres hembras. Según José Simeón, todas ellas fueron muy crecidas y robustas, "tanto como el que nace sólo". El varón fue llamado José María, "se cria en casa de Juan Godoy, recogido en esta por caridad". La mayorcita de las hembras se llamó Mercedes del Rosario, "la cria escasamente Damiana Soto, pues es demasiado pobre". La que seguía fue llamada Carmen de Jesús: "está en casa de la abuela en la mayor escasez por su pobreza". Y la menor se llamó, simplemente, Jesús, "la cria Damiana Vega, también en mucha pobreza".
Las personas que auxiliaron a Rosaria Araya en el día de su culpa y llanto cumplieron, pues, lo que habían prometido: criar a sus hijos con la ayuda de todos.
También la muerte que en ese mismo día Rosaria Araya clamó a los cielos para escapar de la culpabilidad de tener tantos hijos en tan grande miseria, le había sido concedida. Pero la "mucha pobreza" que Rosaria había sentido cernirse sobre sus criaturas -como otra muerte mucho peor- no fue exorcizada. Cuando menos, no su ataque definitivo de largo plazo. Pues, para el tiempo efímero, José Simeón, el gobernador, consiguió un paliativo: informó del caso al Intendente de Coquimbo, Juan Melgarejo. Impresionado por lo que consideró "un suceso extraordinario", Juan Melgarejo remitió los folios al Ministro del Interior, Manuel Montt. El ministro, igualmente impresionado, pasó un oficio al Presidente, Manuel Bulnes. Se decretó que los hijos de Rosaria Araya fueran alimentados y más tarde educados "a cuenta del Tesoro Público".
Al descubrir los folios de José Simeón entre los legajos archivados del Ministerio del Interior, decidimos averiguar cuánto duró el exorcismo que lanzara ese gobernador contra la "mucha pobreza" que se cernía sobre las criaturas de Rosaria. Hallamos que, durante tres años sucesivos, la Intendencia de Coquimbo registró en sus libros la ayuda concedida para la crianza de esos niños. Y que, desde fines de 1847, obstinadamente, los folios guardaron silencio...
En realidad, el gobernador de Illapel sólo había obtenido una 'caridad de Estado'. Un paliativo transitorio, emanado de la emoción filantrópica experimentada por las autoridades estatales frente a "un suceso extraordinario". Como tal, no fue suficiente para salvar a las criaturas de Rosaria de su temido destino histórico. Mucho menos lo fue para la muchedumbre de niños chilenos pobres que, entre 1840 y 1920, fueron tenazmente mordidos por ese mismo destino.
Es por eso que la culpa y llanto de Rosaria Araya constituyó, históricamente, un hecho premonitorio. La 'anunciación' de la angustia y culpa de las mujeres pobres que parieron sus muchos hijos en pobreza. Ese fue el pórtico normal de entrada de los niños pobres a ese tramo de la historia de Chile. Y es también por eso que el "extraordinario suceso" sufrido por Rosaria constituye el pórtico introductorio de este trabajo (2).
II