Mi amante cayó dormida en un sueño profundo, reposando su frágil cuerpo. Sus largas pestañas yacían como dos pesados bloques de cemento. Su cama era un desastre deseable, su boca de color rubí y su esencia poco humana, demoniaca. Las estrellas solo brillan por mi niña, mi corazón solo late por ver como con sus ademanes infantiles, limpia sus pequeños labios después de atiborrarse de comida. Ver toda su impureza cuando se contonea en el pequeño parque con sus amigas, sus caderas se mueven con tal armonía que muchos le miran con un deseo carnal, yo únicamente puedo verle con ternura a mi pequeña. Ella es una chiquilla bastante impetuosa, imprudente y por supuesto encantadora. En todo el candor de su juventud, de sus palabras caprichosas, de su acento mimado, me hace sentir vivo por unos breves segundos, los mejores de mi vida. La nínfula que tiene un aroma tan adictivo como el de los libros nuevos, como el olor a pastel de chocolate, es terriblemente poderosa, insolente, indecisa. Al verla en las noches me pregunto que pasará por la mente de mi niñita curiosa, también me pregunto si sus rizos suaves no enloquecerán a los muchachos, si sus vestidos cortos los harán suspirar. Me gusta admirarla en las mañanas, ver como los tenues rayos de sol rozan su piel dorada. Tengo espinas de rosas que dejó enterradas en mi, como magnifica flor que va clavando poco a poco su dolor. Llenó mi cuerpo entero de su sufrimiento, lo llevó más allá de lo material y de lo mundano. Mi pequeña parece un ser de un mundo desconocido, donde todas las nínfulas cantan y bailan al rededor con la mayor tranquilidad, con algodón de azúcar mientras se saturan con malteadas de cereza y crema hasta el tope.