Jamás me cansaré de decir lo preciosa que es, ella es una pequeña flor. Su corona de espinas ahora es de rosas porque las púas han empezado a crecer en sus entrañas, le destruyen, le quieren matar. El cielo ha oscurecido y su mirada ha perdido luz, estoy empezando a creer que su magia crece en las noches, cuando la llorona grita y cuando los duendes se esconden debajo de su almohada. Su estómago se convierte en un enorme oso, se levanta a media noche a saciar su deseo con mermelada y fresas untadas en crema, con impureza que brota por sus poros, con el aroma a adolescencia que emana desde el fondo de su ser. Con sus lagrimas que carecen de razones verdaderas, con sus labios sabor miel y con la tristeza que se incrustó en su espíritu hasta el fin de los tiempos. Ahora se pierde escribiendo, en el humo de mi cigarrillo, en hiedra venenosa, en las canas de su padre y en la desgracia de su madre. El hombre que se niega a salir de su juventud, la mujer que perdona el engaño, la hija de la miseria, la que siempre actúa con desdén.