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—¿Eres el viajero? —preguntó la voz sin garganta ni boca.

—Vengo buscando al antiguo —contesté de forma automática, sin pensar.

Instantáneamente, un crack resonó por todo el espacio y los engranajes de la enorme puerta sin paredes empezaron a girar a una velocidad vertiginosa. Mil candados se destruían más allá de dónde alcanzaba la vista y se desvanecían en la nada antes de que tocasen el suelo. Los hierros que la formaban subían y bajaban, se expandían y contraían. Allí, en la tierra de lo posible, cualquier cosa podía formar parte de su extraña realidad.

Los hierros se transformaban en inmensos mares y los engranajes en un camino que lo dividía bruscamente en dos, creando una frontera bordeada por mareas enfrentadas, amenazándose mutuamente con invadir la una a la otra para después retroceder cobardes a la seguridad de su hogar.

Camino entre las olas de dos océanos vecinos bajo un cielo que a alguien se le ha olvidado dibujar, y es entonces cuando paro en el lugar indicado pero no distinto a cualquier otro. Sé lo que hacer, de alguna manera lo sé. No me cuestiono quién me lo ha enseñado ya que hace mucho que las respuestas carecen de relevancia. Aún así, mis intenciones se resumían en una única pregunta cuyas palabras todavía no había conseguido desvelar.

El camino se proyecta recto. Observo como el infinito se encarna en sus líneas que se cruzan a lo lejos, tentando alcanzar sus límites en una gran aventura sin final. Me niego a formar parte de tal provocación, se había terminado el momento de caminar entre mares en calma.

Me inclino y recojo un pequeño guijarro que antes no estaba y lo lanzo a una de las aguas. Antes de darme cuenta, ya es una isla completamente redonda y plana, con el césped recién cortado y dos sillas enfrentadas. Se encuentra a kilómetros de distancia pero yo ya estoy allí con la fuerza de un pensamiento.

Sin ser testigo de ello, a mis espaldas las dos grandes masas de agua se fusionan en una sola entidad. Se traga el camino antes recorrido y se enfurece en una tormenta tan fuerte que se ahoga así misma hasta quedar un enorme charco que solo cubre la planta de los pies. Ahora solo queda eso, la isla y un charco en calma haciéndose pasar por el cristal más pulido. Lástima que no tenga nada que reflejar.

Me siento pausadamente en una de las sillas sin ángulos ni forma. Ahora él se encuentra ante mí completamente inmóvil, esperando a que formulase mi pregunta para poder cobrar vida. Medito con cuidado eligiendo meticulosamente cada una de mis próximas palabras. Pasan minutos, horas y días, aunque no existen referencias que lo midan. Él sigue observando impasible con la barbilla inclinada levemente al desaparecido cielo, con los ojos estancados en otra realidad, en otro tiempo. No expresaba una clara felicidad o tristeza, ni nostalgia ni furia. Su mueca dibujaba levemente aquello que quería ver, desde un familiar afecto hasta una burlona ironía. De una forma o de otra, el propósito de su existencia no iba más allá de responder a la pregunta que todavía no había conseguido hallar.

—He venido en busca de las palabras —pronuncio finalmente.

—Has venido en busca de lo único que no te puedo proporcionar —contestó sin desviar su mirada ni un ápice. Me levanto ansioso. Algo se me escapaba y la frustración me impedía pensar con claridad.

—¿Y qué pasará cuando las encuentre? —la entidad giró su barbilla y clavó sus ojos en los míos.

—Volverás.

La incertidumbre me golpeó aturdiendo mis sentidos. Cientos de preguntas sin respuesta me acuchillaban en un macabro baile de navajas. Cuando mis miembros me fallaban, su potente mirada atravesó mi cuerpo haciéndome perder el equilibrio por un segundo. El segundo en el que el suelo empezó a temblar.

Fragmentos de vida de un sábado cualquieraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora