Aún debajo del agua se podían escuchar las infinitas olas muriendo en la costa. Da igual lo que pase, ellas siempre seguirán ahí. Naciendo y muriendo. Una tras otra. Sin parar. Aunque nos hundamos en la más terrible tristeza, aunque caigamos en la más oscura soledad, ellas permanecerán. Una tras otra. Ajenas a cualquier sentimiento de pérdida.
Me hundía, no podía respirar.Mis últimas burbujas de aire ascendían hacia la lejana superficie por la cualse colaban los primeros resplandores dorados del alba. Dicen que cuando estás apunto de morir todos los momentos más importantes de tu vida pasan por tucabeza en un momento fugaz, sin embargo, mis pensamientos apenas se resumían endos palabras. Era curioso como todo lo que había vivido, todo lo que habíahecho, incluyendo el más ínfimo detalle, me había llevado hasta ahí, justo aese preciso momento. ¿Qué es la muerte después de todo? Al fin y al cabo, ellassiempre permanecerán.
Me hundía sometido por las fuerzas de la naturaleza, pero había algo que ella no sabía. Yo no podía morir. Mi existencia, invadida por las ganas de vivir, no podía ser consumida.
Cuando aquella inmensa ola que me había derribado por completo dejó de arrastrarme con ella, nadé con todas mis fuerzas hasta alcanzar la superficie. Llené mis pulmones con una bocanada de aire y recuperé mi aliento jadeando con la boca abierta, fatigado. No pude apreciar más aquel momento, aquel paisaje nirvanesco e insólito contenido en el más envidiable de los sueños, coloreado con un bello tono anaranjado digno de un ilustre artista. Flotando con mis últimas fuerzas, me froté los ojos para quitarme aquella agua salada y observé el lugar en el que me encontraba. A un lado, un Sol atravesado por el inmenso océano se reflejaba en él deformando su imagen en infinitas manchas de luz. Al otro, una pequeña cala de arena blanca completamente desierta se bañaba a gusto de las olas y, cercana a ella, se encontraba flotando en dos pedazos desiguales una tabla blanca adornada con líneas rojas apreciables a la distancia. Nadé durante unos interminables y apreciados minutos acompañado de la fuerza de las olas para poder acercarme a aquel fragmentado objeto. Tenía los músculos tensos y apenas conseguía hacer caso omiso del fuerte tirón que me había dado en el gemelo izquierdo, pero aún así mis brazos se movían de manera automática gracias a aquellos años de entrenamiento de natación que tanto habían merecido la pena. Se elevaban y se impulsaban hacia adelante hasta llegar al máximo para luego introducirse en el agua, empujándola con fuerza para lanzar mi cuerpo como un torpedo, así una y otra vez.
La cogí, en sus dos pedazos. Aquella tabla de surf había convertido mis peores en mejores momentos en innumerables ocasiones, siempre había estado ahí conmigo, para lo que fuese, llamándome para unirme una vez más a esas olas infinitas para hacerme eterno junto a ellas, pero en ese momento yo no podía hacer nada por ella, y un enorme sentimiento de impotencia invadió mi interior. Adiós vieja compañera, me despedí duramente. Tuve que esperar a llegar a la orilla para poder sentarme en condiciones y poder arreglar ese tirón. Estirar la pierna, coger de la punta de los dedos y tirar hacia ti. Así me habían dicho miles de veces, me pasaba muy a menudo, incluso por las mañanas nada más levantarme, siempre en el izquierdo, lo más difícil era el primer paso, el dolor era bastante insoportable. Cuando conseguí hacerme con al situación, el dolor desapareció prácticamente al instante, y aunque aún quedaba un pequeño resentimiento, logré ponerme en pie. La arena se colaba entre mis dedos y la gravedad empujaba cientos de gotas hacia mis cansados pies, como si se tratasen de diminutos insectos que se pusiesen de acuerdo para hacer una carrera, descendiendo por todo mi cuerpo produciéndome un familiar escalofrío. Y así, con media tabla en cada mano, batí mis brazos de arriba a bajo tratando de echar a volar completamente convencido, deslumbrado por aquel Sol radiante e inspirando profundamente un aire de paz que recorría cada una de mis venas. Puede que mis pies no se elevasen sobre el suelo, pero yo volaba. Volaba alto.
Pronto mis brazos se cansaron por el peso de los pedazos de la tabla, así que tomé la opción de vestirme y volver a casa. El hogar, se había convertido para mí, en un concepto tan amplio que jamás había llegado a imaginar. Entré, por la puerta corrediza de cristal, a una habitación amplia y confortante. Encima de la cómoda la llama de una única vela había conseguido sobrevivir toda la noche, y ahora consumía sus últimos minutos de vida junto a sus hermanas, ya apagadas. Algunos de los pétalos de rosa esparcidos por el suelo se pegaban a mis pies desnudos al avanzar por la habitación, aún se podía percibir el olor a incienso de vainilla. A ella le encanta. Seguí avanzando hasta detenerme junto a una cama de matrimonio blanca completamente deshecha y, en su interior ella, como si del mejor de los regalos se tratase, se encontraba envuelta entre las mantas, todavía inmersa en un dulce sueño. Sus comisuras de los labios se arqueaban en un apacible gesto de felicidad que era incapaz de interrumpir. Su espalda, desnuda, emergía desde debajo de varias mantas de color blanco puro dando lugar a increíbles curvas que volverían loco al cualquiera en una imagen angelical. Sus hombros se tapaban protegidos por su suave pelo, emergiendo más tarde en unos deslumbrantes brazos. Uno de ellos, abrazaba a la almohada bajo su cabeza, el otro, se extendía a lo largo de la colcha en busca de ese elemento que completase su escena.
Tras contemplar tal atisbo de hermosura, no pude evitar besarla en la frente. Ella, bajo el dominio de sus profundos sueños, esbozó una leve sonrisa y se movió entre las sábanas dejando al descubierto sus preciosos y perfectos pechos, acariciados por su cabello al movimiento.
–Ven –dijo mientras me miraba con sus seductores ojos recién abiertos. Ojos que no olvidaría jamás.
–Acabo de salir de la playa, estoy lleno de arena –susurré. No era algo que me preocupase mucho, en realidad.
No hizo falta más que unos pocos segundos de contacto visual para hacerme cambiar de opinión. Era la criatura más persuasiva que jamás había conocido. No era capaz de resistirme a ella. Nos besamos y nos acariciamos. Hicimos el amor como nunca y como siempre. No existía nada en la existencia que pudiese con todo ello. La existencia éramos nosotros. Y nosotros éramos uno.
Abrí la ducha y el agua empezó a caer. Me quité la poca arena que me quedaba y me quedé allí dentro por un rato con los ojos cerrados, simplemente para disfrutar del momento. Para sentir cada gota que caía sobre mí y resbalaba sobre mi piel. Más tarde, me sequé el pelo y me envolví en una toalla en torno a la cintura. Con motivo de llegar a la cocina, pasé por el pasillo principal, llena de fotos de todas aquellas personas con las que había compartido mi vida y ahora formaban parte de mí.
–¡Papá!
–¡Buenos días, princesilla! –dije a la vez que levantaba a aquella preciosa niña y la ponía entre mis brazos.
–¿Qué me tienes que decir hoy? –preguntó entusiasmada tras darme un beso de bienvenida en la mejilla.
–Ah, pues no sé, déjame que lo piense... ¡Feliz San Eustaquio!
–¡No!
–¿Feliz San Palomino?
–¡No!
–¡Ah! Ya sé, ¡Feliz San Carmelo!
–¡Que no!
–Anda, deja de ser tan malo con ella ¡Siempre estás igual! –Se quejó entre risas aquella preciosa mujer que se dedicaba a ver ese numerito mañanero.
En ese momento la dejé en el en una silla y la pedí que cerrase los ojos, entonces saqué de la nevera una enorme tarta de chocolate casera que habíamos estado haciendo a escondidas la noche anterior y la puse frente a ella tras encender sus ocho velas.
–¡Feliz cumpleaños!
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Fragmentos de vida de un sábado cualquiera
Fantasy¿Crees en las almas gemelas? ¿Cuántas vidas son necesarias para que se puedan encontrar? Viste la piel de dos almas destinadas a encontrarse en un viaje por el pasado, presente y futuro. Conoce nuevos mundos a través de estos relatos conectados, con...