• Capítulo 22: Obsequio •

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Iba de camino hacia el Sur en la camioneta del abuelo, había ido a ver a Cecil para disculparme por lo sucedido en la noche de graduación y, aunque no había sido del todo mi culpa sentía la necesidad de hacerlo, aunque al llegar no tuve la suerte de encontrarla, su familia se había mudado hace un par de semanas atrás por lo que ahora la única persona que me quedaba en el pueblo era Matthew, al cual le debía más que una entera disculpa.

Me había portado mal con él, le había gritado y había herido sus sentimientos. Sí, me había equivocado. Era una maldita. Él solo trataba de ayudarme y yo lo había lastimado.

Hacía bastante tiempo que no lo veía por lo que intenté poner mi mejor cara de felicidad, aunque no fue necesaria, pensar en él, como siempre, me hacía sonreír.

Manejé por algunos minutos más hasta que al casi llegar a su casa tuve que respirar profundo más de una vez para controlar los nervios que sentía. Las piernas me temblaban y las manos comenzaban a sudarme.

Al estar frente a su casa presioné con fuerza el volante sin dejar de mirar mis manos, había ensayado tanto lo que tenía que decirle que, muchas de las palabras que había memorizado se me habían olvidado.

Me miré en el espejo y nerviosa sonreí.

—Vamos, tú puedes.

Me dije mientras bajaba.

Una vez que lo hice miré a lo lejos a Frank, el abuelo de Matthew. Contuve el aliento y me acerqué. Aquel hombre se veía triste y cansado, pero fuera de ello se miraba mejor que nunca o al menos, eso fue lo que pensé.

—¡Buenos días! —Saludé con una sonrisa. Él me respondió levantando una de sus arrugadas, pero todavía firmes manos—. ¿Cómo está? —pregunté amablemente cuando por fin llegué a su lado, fue en ese instante en el que pude notarlo mejor.

Su liso y largo cabello blanco estaba igual de hermoso que siempre, se había dejado crecer un poco la barba cuyo rasgo le hacía incrementar los años que todavía no tenía, es un hombre robusto y alto de piel caucásica y de penetrantes ojos negros que resaltaban por mucho sobre su todavía tersa piel que lo hacía lucir como un hombre maduro y atractivo de cincuenta y tantos años de edad, mirándose perfecto en tan verosímil etapa de la vida.

—Bien.

Me respondió apenas y con ganas.

Su voz parecía enferma, no por afección sino más bien por tristeza.

—¿Qué ocurre? —cuestioné levantando una ceja—. ¿Se encuentra bien?

Frank comenzaba a preocuparme.

—No es nada —dijo desviando la mirada.

Parecía que él ya no era la misma persona de antes, la que me recibía con una acalorada sonrisa, ahora, él se mostraba distante, frío e indiferente conmigo.

—¿A qué has venido?

Me preguntó con voz ronca a lo que lo miré con el rostro desencajado.

—Vine a ver a Matthew —respondí en un tono más serio mientras observaba a través de la ventana—. ¿Está en casa? —pregunté regresando la vista.

Frank apenas si me miró. Se veía molesto. Torcí la boca y suspiré, luego me acerqué a la puerta para tocar, pero en eso, él me detuvo. Bajé la vista a mi mano y miré su agarrare.

—¿Qué ocurre? —pregunté de nuevo al verlo con los ojos cristalizados—. ¿Todo está bien?

Él negó y en ese instante mi pecho se estremeció. Frank no era de los hombres que lloraban.

Linaje: Secretos de sangre IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora