Cuatro

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—No te muevas, cielo. —Bob Stookey ladea con cuidado la cabeza de Lilly para poder verle mejor el labio hinchado. Le aplica con suavidad una avellana de crema antiinflamatoria sobre la carne rasgada y cubierta de costras—. Ya casi he terminado.

Lilly da un respingo de dolor. Bob está arrodillado a su lado, con su botiquín de primeros auxilios abierto sobre la cama plegable en la que ella está tumbada boca arriba, mirando al techo de loneta. La tienda resplandece con los rayos pálidos del sol de la tarde, que brilla a través de las paredes de tela manchadas. El aire está frío y huele a desinfectante y a licor. Una manta envuelve la cintura desnuda de la joven.

Bob necesita un trago. Lo necesita y mucho.

Otra vez le tiemblan las manos. Últimamente ha estado teniendo flashes de sus días en el Cuerpo Médico de Marines. Once años atrás sirvió en Afganistán, vaciando orinales en Camp Dwyer. Parece que fue hace mil años. Una experiencia que jamás podría haberlo preparado para esto.

Por aquel entonces también le daba a la botella.

Por culpa de la bebida estuvo a punto de abandonar la instrucción y la formación médica en San Antonio, y ahora Bob tiene la guerra en casa. Los cuerpos acribillados de metralla que apañaba en Oriente Medio no eran nada comparados con los campos de batalla que dejaron los comienzos de esta guerra. A veces tiene sueños sobre Afganistán, en los que los muertos vivientes infectan las filas de los talibanes, al mejor estilo Grand Guignol de París, con los brazos fríos, muertos y grises brotando de las paredes de las unidades quirúrgicas móviles.

Pero para él curarle las heridas a Lilly Caul es una tarea completamente distinta, mucho peor que ser médico de campo o que limpiar los restos tras un ataque zombie. Bingham se había lucido con ella. Por lo que podía ver, Lilly tenía al menos tres costillas rotas, una contusión grave en el ojo izquierdo —quizá con hemorragia vítrea o incluso con desprendimiento de retina— y un montón de moratones y laceraciones con muy mala pinta en la cara. Bob siente que no tiene ni suficientes conocimientos médicos ni el material necesario para fingir siquiera que la está tratando. Pero por estos lares, Bob es el único que puede intentarlo, así que ha improvisado una tablilla con sábanas, tapas de libros y vendas elásticas para cubrir el torso de Lilly, y le ha aplicado la cada vez más escasa crema antiinflamatoria en las heridas superficiales. El ojo es lo que más le preocupa. Tiene que observarlo, asegurarse de que cicatriza bien.

—Ya está —dice al terminar de ponerle la última gota de crema en el labio.

—Gracias, Bob. —Lilly apenas puede hablar por la hinchazón y cecea un poco—. Envía la factura a mi seguro médico.

Bob suelta una risa forzada y la ayuda a ponerse el abrigo sobre el torso vendado y los hombros amoratados.

—¿Qué demonios ha pasado ahí fuera?

Lilly suspira, sentada en la cama plegable, subiéndose con cuidado la cremallera del abrigo y encogiéndose de dolor.

—Las cosas se pusieron calentitas.

Bob encuentra su petaca abollada llena de licor barato, se reclina en una silla plegable y le da un buen trago terapéutico.

—A riesgo de decir una obviedad, esto no beneficia a nadie.

Lilly traga saliva como si estuviera comiendo cristales rotos. Le caen mechones color berenjena sobre los ojos.

—Me lo dices o me lo cuentas.

—Ahora mismo están reunidos en la tienda grande. —¿Quiénes?

—Simmons, Hennessey, algunos de los viejos, Alice Burnside... Ya sabes... Los hijos y las hijas de la revolución. Josh está... En fin, nunca lo he visto así. Está hecho polvo, sentado en el suelo fuera de su tienda como una esfinge.

The Walking Dead:  WoodburyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora