CAPITULO XXIV: Muerte

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El frío se cuela por entre mis ropas, ni siquiera puedo sentir mis manos y mi mente se ha detenido por completo, me encuentro en el más profundo de los abismos, aquel lugar inhóspito del cual no quiero salir y es que si lo hiciera, debería enfrentar la realidad, aquella que tan dolorosamente me ataca. Tapo mis oídos con la única intención de no hacerme con aquellos gritos, aquellas burlas y ese espantoso sonido, el llamado sangriento de la muerte. Todo es mi culpa, ella no debería estar sufriendo. La mujer que me ha convertido en lo que ahora soy, la madre que esta vida me ha entregado, es ella quien ha debido pagar por todas mis culpas, por mi arrogancia. ¿Cómo voy a seguir sin sus consejos? ¿Cómo viviré sin tenerle a mi lado? No concibo que sea yo quien le esté asesinando ahora, ¿es esta la forma en que le he pagado por todo el amor entregado? Soy la peor de las bestias.

Mi rostro se encuentra húmedo, las lágrimas le han invadido sin compasión mientras que el frío las congela poco a poco. No quiero ver nunca más, no deseo oír jamás, lo único que anhelo es quedarme congelado en este momento, detener el universo para impedir que todo siga sucediendo, para postergar aquel maldito desenlace. De pronto algo se interpone en mi camino al abismo, un poderoso calor comienza a inundar la desolación de mi piel y sin poder evitarlo, ingreso nuevamente a este mundo putrefacto. Lo primero que veo es su cabello claro, aquel castaño que al recibir la luz de la luna se ilumina cual oro. ¿Qué hace él aquí? ¿Por qué de todas las personas del mundo debe ser él quien me ha encontrado? -¡Renato! ¡Renato! ¡Reacciona!...- Una voz se acerca desde la lejanía, mientras solo logro ver los labios de Diego moviéndose, agitándose desenfrenadamente mientras zamarrea mi cuerpo, mas yo no oigo ni siento nada, estoy vivo pero a la vez muerto, respiro pero a la vez desfallezco, le amo pero a la vez le odio.

-Cata... Cata... ¡Sálvala... Sálvala por favor!- Es lo primero que mi asustada voz logra producir, es el eco de lo que mi alma suplica desesperadamente. Recabarren no entiende nada de lo que sucede, solo atina a contemplarme perplejo, algo me ha sucedido, sabe que debe ayudarme, aunque soy incapaz de pedirle claramente cómo puede hacerlo. Como el cántico de las sirenas que maravillan a los navegantes inexpertos, así de bello es el sonido de las balizas acercarse raudamente. No sé cómo, ni quién, solo sé que han llamado por ayuda, que alguien busca defender a Cata mientras yo sólo me dediqué a esconderme, preso de mis temores, hundiéndome en la miseria de la cobardía. Todo ello lo abandono y me levanto con las energías que no poseo, tambaleo mientras me alejo de mi amado, deseo correr, regresar al lugar del cual no debí huir, tan solo que es mi cuerpo el que se ha estropeado. Como puedo vuelvo a la cuna de la desesperanza, aquel charco de sangre impregnado en la calle, rodeado de botellas y colillas de cigarros, de gritos congelados y alaridos grabados por siempre en los adoquines del suelo. Y en medio del desastre, el rostro añorado, la mirada que mágicamente me devuelve a la vida y a la vez, me sumerge en las lágrimas. Lloro al encontrarla en aquel estado, pero aún más terrible es lo que aparece en sus pupilas, horroroso es aquel brillo cálido que me regala. ¿No ves que te he matado, que te he abandonado, a ti... la mujer que ha dado todo por ayudarme? Cata me observa con amor, como siempre lo ha hecho, entrega lo último que posee y me lo regala, tan solo que no lo merezco. Oso a tomar su mano helada y besarla, le pido perdón, le suplico que algún día pueda disculpar a este engendro. ¿Cómo pude? No tengo perdón de Dios.

Los paramédicos me obligan a separarme de ella, intentan salvar su vida y aunque les veo trabajar con premura, en sus rostros contemplo que nada ha sido suficiente. Se levantan sin decir palabra alguna, sus facciones se muestran duras y cuando intento acercarme a uno de ellos, simplemente hace un ademán con su cabeza para señalarme que no han podido salvarla. Su cuerpo se enfría lentamente bajo la mirada inerte de la luna. Todos mis temores se vuelven realidad y simplemente mi cuerpo se desvanece, pertenezco a este mundo y a la vez desaparezco de él. Unos brazos poderosos amortiguan mi caída y me protegen de mis fantasmas, mientras solo puedo pensar en llorar, en sufrir por mi cobardía, en martirizarme por su ausencia.

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