Prólogo

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Katalia se miró en el espejo quebrado con un rostro triste y sucio, exhalando una pequeña estela de vaho desde su interior. La mañana helada estaba dejando huellas en su interior, inclusive más de las debidas. En su reflejo vio caer una pequeña y simple lágrima cristalina, que se sintió fría en la piel de la muchacha. Los recuerdos volvieron de un tirón y, al igual que una nana pegadiza, la joven recordó lo que su padre había dictaminado momentos antes.

—«Será mejor que vayas a recoger tus pocas pertenencias, Katalia. Ahora perteneces a la servidumbre del Sr. Shadowsky».

¿Tan poca estima le tenía? ¿La consideraba una reliquia de colección, ya que la vendía como si se tratase de un utensilio de cobre familiar?

«No importa eso ahora», pensó con cierta angustia. Reprimiendo un sollozo, guardó en una manta agujereada un pequeño joyero que perteneció en vida a su madre, de plata, con ornamentos de flores silvestres y mariposas. Muchas veces su despreciado padre intentó en vano venderlo por unas pocas monedas, pero Katalia siempre se hallaba cerca para impedirlo. Luego, acomodó con cuidado algunos trapos que simularían ser sus ropas y un par de viejas botas usadas, con barro encima. Después, hizo un nudo fuerte con la manta de lana y la tomó en brazos.

Caminó hasta lo que vendría a ser el frente del miserable ranchito que poseía su pobre familia. Su hermano más grande, Gustav, estaba labrando la tierra a lo lejos, bajo el cálido sol de la mañana. Quiso acercársele para despedirse, pero sabía muy bien que no le prestaría mucha atención y que no la extrañaría cuando se percatara de que ella ya no se encontraba allí. Aguantando las lágrimas de sufrimiento, Katalia siguió andando hasta el camino de barro que se encontraba en la entrada de la propiedad.

La lluvia de la noche anterior había hecho estragos con la tierra, así que el barro era lo único que podían pisar sus pies apenas cubiertos. En un momento dado, sus torpes pasos hicieron que pisara un charco de agua helada, entumeciendo sus extremidades. Se detuvo sobre su camino y miró al suelo, concentrándose en evitar las lágrimas.

—¡Vamos, Katalia! ¡El burro no esperará por ti eternamente! —La voz gutural de su padre se oyó por todo el prado.

Sorbiendo su nariz con la mano izquierda, la joven siguió caminando hasta detenerse junto a su progenitor.

—¿Esta es la niña que compré por diez monedas de plata? —Katalia alzó la vista y observó con curiosidad el rostro del que provenía aquella voz imponente.

Unos ojos hipnóticos la escrutaron con detenimiento, desde el cabello hasta su andrajosa ropa. Estaba sobre un semental negro, que relinchaba y soplaba con fuerza, como si estuviera impaciente y algo furioso. El hombre en cuestión iba bien vestido, con ropajes de colores extravagantes y llamativos, que generaban cierta sensación de calidez en Katalia. Su capa llevaba el emblema de la casa Shadowsky, junto con su característica frase en latín. En uno de sus costados, colgando de un cinturón de cuero, había una pulida y limpia espada de hierro.

—Está bien cuidada, mi señor. Tiene todos los dientes y sigue siendo virgen —el rostro de la joven se tornó bordó al escuchar las palabras de su padre.

¿Era posible que él la haya mantenido consigo por su virginidad?

—Ah, ahora entiendo todo. Has pedido más monedas por su vigente pureza, ¿no es cierto?

Katalia volteó a ver a su padre y lo encontró, por primera vez en su vida, nervioso.

—Bueno, señor mío, usted sabe que el pan cuesta cada día un poco más y...

—Ya, basta. He entendido tu situación, pueblerino —el hombre dirigió su voz hacia Katalia, mientras la miraba con ojos fruncidos—. Súbete al burro, niña. La casa espera y la servidumbre está ansiosa por saber quién será su nueva compañía.

La melodía del que cayóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora