Capítulo 2: Culpa

227 9 0
                                    

Aunque el verano estaba por comenzar, el último oleaje de frío abanicaba el condado de Ocean. Sobre los ventanales delanteros de la casa de campo de los Buckner, repiqueteaba una copiosa lluvia. Dentro, en la habitación matrimonial, Peter y Lía se abrazaban con mucha fuerza. Habían perdido la cuenta del tiempo que llevaban allí, y apenas se percataban del entumecimiento de sus músculos.

—¿Por qué, Pete? —murmuró Lía, entre sollozos—. ¿Acaso no he sido una buena madre?

—No digas eso. Eres una excelente madre.

—Entonces, ¿por qué? A las buenas madres no se les mueren los hijos.

—¡Ya basta! —exclamó débilmente Peter—, no te permitiré llevar esa carga.

—Esperó a su hermanito con tanto entusiasmo, ¡con tanto amor! ¡Fue eso lo que le enfermó!

—Eso no lo sabemos, Lía. Por favor, no te tortures.

Ambos derramaban mares de lágrimas. Las palabras que entonaban salían cansadas, como golpes amortiguados; sufridas pero a la vez feroces, como un grito de derrota.

—Podría decir que fue mi culpa —argumentó Peter—, siempre pendiente del trabajo, dejando la familia de lado por largas jornadas laborales, pero no es el caso, Lía. No estamos seguros de nada excepto del hecho de que ninguno tiene la culpa. Sigvert estaba enfermo, sí. Su depresión comenzó luego de tu accidente en las escaleras, también. Pero, ¿la pérdida de nuestro bebé desencadenó su depresión? No lo sabemos. Era un niño muy cerrado. Hicimos lo posible. Utilizamos todo lo que estaba a nuestro alcance.

Hubo un minuto de silencio. La lluvia se convirtió en una llovizna y luego arreció con fuerza.

—Pero fallamos —concluyó Lía.

Eso último quemó como fuego.

***

Para Hans Buckner, los últimos meses fueron los más difíciles de su vida. Los adultos siempre tenían dudas, había descubierto él. Sus padres, aunque no lo hacían frente a él, no dejaban de preguntarse por qué Sigvert había muerto. El doctor de Sigvert solía decir que el comportamiento del niño era confuso y que por lo tanto, dar con las causas era bastante complicado. Pero Hans no entendía qué era lo difícil, quizá porque solo tenía doce años, o quizá porque él más que nadie había observado el deterioro emocional que había sufrido su hermano y cuáles fueron los acontecimientos que lo provocaron.

Para él, las cosas transcurrieron simples y lineales.

Un día, su madre les dijo que dentro de su barriga estaba creciendo un bebé, un niño que al cabo de unos meses nacería y sería el más pequeño de la familia. Hans no sabía cuánto tiempo había pasado desde aquel día, pero no olvidaba (ni nunca lo haría) la manera en que Sigvert había reaccionado ante la grandiosa noticia. Recordaba las mañanas invernales en las que Sig (usualmente lo llamaba así) no hacía otra cosa más que hablar de su futuro hermano.

—Espero que le guste el color azul y la mermelada de frambuesa —decía, mientras desayunaba o se preparaba para ir a la escuela—. Y que no le gusten las historias de fantasmas como a ti. Yo sé que a él no le gustarán. Y no quiero que lo asustes con tus cuentos, ¿comprendes, Hans?

—Está bien, Sig —le contestaba su hermano. Hans sabía que cada vez que el niño concluía con aquella pregunta, estaba imitando las palabras y el tono de su padre.

Ahora que lo pensaba, mirando la lluvia a través de la ventana de su cuarto, aquellos días fueron los últimos en los que vio la sonrisa de Sig. Había vislumbrado después gestos parecidos, muecas de simpatía, pero nunca más su verdadera sonrisa.

Anatema: la Selva de los TristesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora