Los ventarrones de invierno y las bajas temperaturas habían confabulado para que los hermanos se enfermaran. Aunque el doctor había recomendado solo dos días de reposo, el domingo que permanecieron en cama se les hizo increíblemente aburrido.
El lunes amanecieron mejor, pero Sig continuaba con dolor de garganta y a Hans le atacaba la tos cada media hora.
Eran las cinco de la tarde y estaban acostados juntos en el sofá-cama que Lía les había preparado en el living del apartamento de Nueva York. Los niños se mostraban reacios al reposo médico, no porque faltar a la escuela fuera una oferta difícil de aceptar, sino porque permanecer en la cama durante tantas horas suponía para ellos un hastío inimaginable.
La televisión estaba encendida en un canal de dibujos animados.
—Hans, ¿qué quieres ser cuando seas grande? —preguntó Sigvert.
El chico no respondió en seguida, lo pensó unos segundos.
—No estoy seguro —dijo—. Creo que escritor.
—¿Y por qué no estás seguro?
—No lo sé. —Se interrumpió para secarse la punta de la nariz con un pañuelo de papel—. Papá dice que si quiero ser escritor no me basta con esforzarme, también tengo que tener talento y suerte. Muchísima suerte.
Sig apartó los ojos de la televisión y miró a su hermano; ese día estaba un poco pálido. Su cuello estaba envuelto en la bufanda roja.
—Lo lograrás —dijo—. Escribes muy bien.
Se encontraron con la mirada. A pesar de las ojeras y la nariz roja por la congestión, Hans sonreía con toda la cara. Sigvert continuó:
—Siempre dices que los monstruos no existen, pero cuando me lees tus historias, a mí me parecen tan reales como tú y yo. Yo creo que eso es ser talentoso. Algún día serás el escritor más famoso y yo les diré a todos que soy tu hermano y que te he visto las nalgas. Y que el primer día de clases te hiciste popó en los pantalones.
Los hermanos rieron estruendosamente. Hans se llevó el pañuelo a la boca para toser.
—Ay, Sig —dijo, conteniendo la tos—. No me hagas reír, que me ahogo.
Volvieron a la televisión, pasaban una película de Disney que ya habían visto un par de veces. Sigvert movía la cabeza al son de la música.
—¿Y tú, Sig? ¿Qué quieres ser cuando crezcas? —preguntó Hans, al cabo de un rato.
—Astronauta. Y si no tengo la suerte o el talento, quisiera ser... presidente. Sí, presidente de los Estadios Unidos.
—Estados Unidos.
—Me vestiré con traje y corbata, como papá. Y cuando salga en la tele en los días importantes, le diré a todo el país que mi hermano, el escritor famoso, se ha hecho popó el primer día de clases.
De lo repentino que había resultado aquello último, Hans se sentó en el sofá soltando una carcajada ruidosa. Sig rio al ver la reacción de su hermano: un ataque de risa que se convirtió en un ataque de tos.
Tos...
Tosió hasta que fue recobrando la conciencia. Cada espasmo le hacía expulsar agua de la boca. El aire lo llenó de una satisfacción obscena, grosera. Su cuerpo reaccionó en un estremecimiento.
El sueño (que era sueño y a la vez recuerdo) se desvaneció con rapidez y lo arrojó de vuelta a la realidad.
Por fin, Hans Buckner despertó de un sobresalto. La mitad de su cara estaba embarrada de arena de la costa; los ojos grandes como platos, la boca abierta en expresión desesperada, las manos, agitándose en el aire, queriendo llegar a una superficie que ya había alcanzado. Hubo un momento de desesperación, luego otro de desconcierto. Entonces los acontecimientos se fueron ordenando en su memoria.
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Anatema: la Selva de los Tristes
FantasySigvert está muerto. Sus padres no comprenden cómo un niño de su edad pudo cometer suicidio. Nadie lo entiende. Pero Hans, agobiado de sospechas, se propone llegar al fondo del asunto. Tras escudriñar en los cuadernos de su hermano, Hans descubre qu...