Capítulo 7: La Comunidad de los Tristes

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—Sé que es tonto preguntar pero, ¿te encuentras bien? —dijo Jesmond.

Hans había perdido todo el color de su cara. Si hubiera podido ver su estado de palidez al escuchar la palabra que acababa de pronunciar aquel niño, se habría encontrado con la versión cadavérica de lo que había sido su rostro lleno de vida.

—¿An-Anatema? —soltó, casi sin voz.

—Correcto —contestó Jesmond—. Así se llama este lugar.

Las piernas de Hans se aflojaron y amenazaron con tumbarlo al suelo.

—Entonces, esto no es Nueva Jersey. Esto es real. Anatema. Sigvert no se lo inventó.

—Oye, no sé de qué hablas, pero...

—¡Sigvert! —exclamó Hans, con ojos bien abiertos—. ¿Dónde está Sigvert?

—¿Quién es Sigvert?

—Es mi hermano —contestó con rapidez—. Mira, mi hermano escribió sobre este lugar. Había una mujer que lo visitaba por las noches y lo trajo aquí. Yo encontré sus notas. Hice todo lo que decía el cuaderno. Él sabía sobre Anatema y...

—¡Alto! —exclamó Jesmond, tomándolo de los brazos—. No entiendo una palabra de lo que estás diciendo. No sé quién es tu hermano y no sé de qué mujer hablas.

Hans tragó saliva con dificultad. Hubo un momento en que creyó que el dolor de su cuerpo se había ido, pero no era así. La idea de estar en el mismo sitio que Sigvert, no dejaba lugar para otra cosa.

—Mi hermano —volvió a decir, al borde del desespero—. Él se arrojó al río hace unos días. Él, bueno...

—Se suicidó —terminó Jesmond.

La pena que antes hubo sentido en su casa, apareció de nuevo emergiéndole del pecho y quebrándole la voz. Asintió, bajando la mirada con un dejo de vergüenza, pero luego, intrigado, preguntó:

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto por aquí?

—Sigvert —repitió Jesmond, haciendo extraño su acento—. No, no he escuchado de nadie con ese nombre. ¿Estás seguro de que se quitó la vida?

—S-Sí, lo hizo. Se mató para llegar a este lugar.

—¿Qué? —preguntó Jesmond, incrédulo—. No es posible. Nadie sabe de este lugar hasta que...

—Una mujer se lo dijo —interrumpió Hans—. Lo visitaba por las noches a escondidas de mis padres. Mi hermano lo escribió todo en su cuaderno. Y se me ocurrió que podría venir a buscarlo.

—¿Hiciste qué? —Jesmond lo miraba absorto. No podía creer lo que acababa de escuchar—. Escucha, todo lo que has dicho es una serie de disparates, pero que te hayas suicidado para venir a buscar a tu hermano es una auténtica locura.

Fue así como las piernas se le aflojaron y Hans cayó con una rodilla. Sus ojos no miraban nada en específico: fijaban la vista en algo interior, algo que no lograba encontrar.

—Yo... ¿Yo estoy... muerto?

Jesmond contestó:

—Todos estamos muertos. ¿Acaso ese no era tu plan?

Todavía con aquella mirada vacía, Hans meneó la cabeza.

—Yo quería llevarlo a casa —dijo, mientras sentía que Jesmond lo ayudaba a ponerse de pie. Una gota de sangre le recorría la mejilla.

—No puedes traer un muerto a la vida. Lo siento mucho.

Hans percibió que el cristal de sus ilusiones se agrietaba. Volvió a negar enérgicamente con la cabeza. Su mirada había regresado. Recorrió con la vista la selva oscura, la costa tapada por la niebla. Sus ojos encontraron los de Jesmond.

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⏰ Última actualización: Mar 05, 2016 ⏰

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Anatema: la Selva de los TristesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora