Recordó a su madre y el episodio que había sufrido en la madrugada. Negación. Un rincón de la mente que se niega a aceptar la realidad. ¿Era eso lo que se estaba apoderando de Hans?
«Mi hermano está muerto. Yo mismo he presenciado el funeral», pensó. No era algo complicado de entender, pero a Hans no le bastaban los hechos. Para él una pequeña duda implicaba una inmensa brecha en lo que se suponía real.
Eso a lo que su padre llamaba negación no era más que el intento subconsciente de aliviar el dolor y la culpa, pero él no podía quedarse con ese argumento. Sin darse cuenta, había caído en la trampa de una mentira interna, así como cayó Lía Buckner la madrugada pasada, cuando entró a arropar al hijo que acababa de perder.
—No tendría que prestarle atención a estas cosas —sugirió Hans, mientras levantaba la ventana con extrema delicadeza.
No, no tendría, pero desde un principio sabía que no podía dejar pasar la oportunidad de comprobarlo. Tenía que hacerlo aunque lo castigaran de por vida o de lo contrario, la duda lo carcomería hasta acabar con él.
—¿Por qué no me contaste sobre ella, Sig? —preguntó en un débil susurro, al tiempo que se subía al alféizar de la ventana—. Yo hubiera podido ayudarte. En serio, hubiera hecho lo que quisieras. Pero no lo hice. ¡Rayos!, ¿cómo podré vivir con esto?
Se deslizó con la sentadera y sus pies aterrizaron en el césped húmedo. Gozó de una sensación de frescura cuando comenzó a caminar por la hierba. Se había quitado el piyama y vuelto a poner la ropa del día anterior: una camiseta de manga larga, color verde oliva; cómodos pantalones grises y zapatillas ligeras que le daban la impresión de estar descalzo. Llevaba su cabello revuelto en una melena dorada y en su cuello se enroscaba la larga bufanda roja de Sig. «La bufanda con la que la mujer pretendía ahorcarlo».
—Pero ahora tiene otros planes —recitó Hans, haciendo memoria.
«¿Por qué habrá cambiado su plan? —se preguntó—. ¿Acaso descubrió que el ahogamiento era más rápido? No, no más rápido, sino más seguro. La idea de la bufanda le daba a Sig el tiempo suficiente de arrepentirse. Podía incluso utilizar sus manos para desatársela y decidir no querer intentarlo otra vez. Sí, era arriesgado. En cambio, si se arrojaba al agua, no tendría posibilidad de escapar. Podría luchar por su vida lanzando manotazos y pataleos, pero llegaría un momento en que ya no podría contener la respiración y el agua le llenaría los pulmones.»
Hans sacudió la cabeza violentamente. Sus pensamientos lo estaban atormentando; no tendría que haber pensado en eso. No tendría que haber pensado en nada. En nada más que en volver a su cuarto, meterse en la cama y dormir unas horas.
Miró hacia atrás y vio las ventanas traseras. Eran dos ojos cuadrados, oscuros, sus padres dormitaban en uno de ellos.
Pasaba al lado de la piscina, cuyas aguas se mecían en la silenciosa melodía del viento, cuando se volteó en dirección a la casa. Caminó hacia ella, solo un poco, hasta que por fin dio otra media vuelta, resignado, hacia al muelle.
—No puedo regresar ahora —admitió—. Esto es más fuerte que yo.
Retomó el camino, volviendo a creer en los apuntes de Sig.
«Quizá me he vuelto loco...», se dijo cuando sus pies abandonaron la textura húmeda del césped para darle la bienvenida a los primeros tablones del muelle. Cada pisada emitía un sonido hueco. Debajo, Hans escuchaba el susurro del río que lo esperaba, ansioso.
«Pero si no lo hago ahora, me arrepentiré por siempre. Puede que esté cometiendo una estupidez, es casi seguro de que así sea, pero debo hacerlo porque sé que no me conformaré con la explicación de un terapeuta. Soy yo quien tiene que cortar de raíz esta idea, antes de que comience a crecer en mi interior. Además, es lo menos que puedo hacer por Sig.»
ESTÁS LEYENDO
Anatema: la Selva de los Tristes
FantastikSigvert está muerto. Sus padres no comprenden cómo un niño de su edad pudo cometer suicidio. Nadie lo entiende. Pero Hans, agobiado de sospechas, se propone llegar al fondo del asunto. Tras escudriñar en los cuadernos de su hermano, Hans descubre qu...