Capítulo 3: Nostalgia

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El llanto de sus padres pareció acallar desde el otro lado de la habitación.

Hans oyó a alguien en la cocina. Seguramente era su madre que había salido a calentar agua para el té. En el silencio absoluto, se escuchó un chocar de cacerolas. Luego, un gemido que en un disimulo casi mágico se convirtió en llanto. Después, el susurro adormecedor de la llama y el sonido chato de la caldera al colocarse sobre la hornalla. En la sala de estar, el quebradizo crepitar de las hojas de un periódico y el incesante golpeteo de la suela de un zapato contra la madera del piso. En un momento, alguno de los dos pronunció el nombre de Sigvert. Hans no logró saber con precisión quién, pero se aterrorizó al escucharlo. El nombre de su hermano en el eterno silencio parecía adoptar un carácter evocativo, fantasmal, como un eco de la muerte.

Hans sacudió la cabeza, regañándose en silencio por ser tan tonto, pero, ¡por Dios!, esa mañana había presenciado el entierro de su hermano. El niño estaba dentro de un cajón, un cajón para muertos como los de las películas, y lo habían metido en un hoyo que luego llenaron de tierra. Allí dentro estaba Sig, su único hermano, el niño que jamás volvería a ver. ¿Acaso era tonto sentirse aterrorizado por la vida? ¡No! Por supuesto que no.

—La vida —susurró.

Llevó la vista otra vez al muelle. Ahora que estaba mojado y ennegrecido por el bombardeo de la lluvia, había perdido el encanto de hacía unos días. Cerró los ojos y por un instante trató de imaginar un día soleado. Le costó al principio, pero no muy tarde los recuerdos comenzaron a aflorar.

Ya con los ojos abiertos, vio con el ojo de su mente un muelle de tablones tibios, bajo la dorada belleza del sol.

Era el primer año que no necesitaban de la ayuda de su padre para acomodar la carnada en el anzuelo. Hans lo había aprendido ni bien llegaron a Island Heights ese verano. Estaban los dos sentados al final del muelle, con las piernas colgando del último tablón, a menos de medio metro de la superficie del agua.

Las cañas de pescar se alzaban impasibles desde sus manos. Los sedales caían paralelos al agua y se mecían con el baile de la brisa. El río Toms salpicaba reflejos de oro, al igual que la copa de los árboles de las costas fronterizas. Las nubes se movían adormecidas. Era un día hermoso.

—Hoy te juro que sacamos uno —prometió Hans.

—Ayer también lo juraste —contestó Sigvert.

—Ayer fue ayer. Hoy es otro día, Sig.

Apartó la mirada del río y clavó la vista en el rostro de su hermano. Pese a que nunca se atrevería a decírselo, pocas veces en su vida lo había encontrado tan apuesto. Tal vez era el efecto de la tarde cayendo sobre él, pero así lo percibió. Su cabello rubio oscuro era como el cobre sobre las llamas; sus ojos, tristes y melancólicos, poseían un precioso verde aceitunado y su piel tenía ese particular blanco marfil heredado de su madre. Pero el mal, aquella tristeza que lo embargaba, opacaba en cierta medida su belleza impoluta.

—¿En qué piensas, Sig? —preguntó Hans.

—En nada —contestó él, sin apartar los ojos del río.

—¿Quieres hablar de algo?

—No.

La voz del niño, aunque cortante, tenía un dejo de lamento. Era apenas una ligera tonalidad, pero marcaba una exasperante diferencia. Hans volvió a preguntar:

—¿Cómo te sientes? Pareces un poco triste.

Sigvert levantó y bajó los hombros. En sus ojos, había más reflejos de los que debería.

—Vamos, Sig. Por favor, para ya con todo esto. ¿Te imaginas lo mal que pones a mamá, papá y... y a mí?

El niño miró por un momento a su hermano y luego le devolvió la mirada al horizonte. Hans continuó:

Anatema: la Selva de los TristesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora