Concurso Literario [Cerrado]

Pero el gato murió sabiendo

Pero el gato murió sabiendo by Titania.

«Él solo quiso saber si el amor era más fuerte que un simple rumor»

Un nuevo atardecer le ofrecía sus bienvenidos tonos cálidos a un cielo que antaño lucía un opaco color turquesa sin siquiera un atavío, de aquellos que aparentaban ser del mismo algodón que en primavera brota del único árbol con tal semejanza en toda la zona Oeste.

Una delicada brisa incoó su senda en ese preciso instante, quien consigo acarreaba algo más que hojas marchitas; a su vez, guiaba una sublime unión constituida del sutil aroma al rastro de una lluvia pasajera, el resabio de los exquisitos frutos rojos del Este y una incógnita melodía producida por un insólito instrumento, manufacturado por las propias manos de su portador. Una deleitosa armonía que solo se le era permitida oír a los habitantes de la acogedora zona Oeste. Aquella que logró penetrar aún más que sus límites auditivos, los cuales atravesó como una delgada aguja de hierro a una decrépita tela, la que luego de incontables agujereadas, ahora conquista a cada una de las damas que observan su finalización, deseosas, a través de una vitrina. Aquella melodía que había calado hasta su punto límite al alma de un pequeño animal de pelaje azabache, ojos vacíos y esencia temblorosa, quien ahora observaba a su joven autora desde las alturas de un árbol ajeno a su conocimiento.

Ella acompañaba su espontánea armonía con gráciles y destacados movimientos dignos de la mejor de las bailarinas clásicas de su edad. Embriagada por su música, siquiera se había percatado de su público; aquel escurridizo felino azabache tan perdido en su deleitosa melodía como su persona, quien aguardaba alguna afortunada fracción de segundo en la que ella le prestase su mirada, le prestase tanto interés como él a ella. Solo un vasto segundo.

Él no lograba acumular el coraje necesario para exhibir su insignificante presencia, y aunque su escuálida cola se lo reclamara a gritos inaudibles, meneándose de un lado a otro tan anhelante como el hormigueo que contenía preso su esquelético cuerpo, no lo conseguiría. Ya había sido repudiado incontables veces por aún más cantidad de personas que con las que alguien podría comunicarse en sus propias siete vidas completas.

Solo existía una justificación; su pelaje negro, y conforme a los rumores, un tinte que atraía a la mala suerte. Cada facción de su débil figura había sido alguna vez maltratada; ahora ya no le quedaba nada más que unos escasos mechones de pelaje, una interminable cantidad de zarpazos todavía no cicatrizados y una terrible cojera en una de sus patas delanteras, la que cada vez parecía ser más agonizante con cada mísero respirar.

Por más que su corazón lo necesitara, ya no debía confiar en nadie.

Luego de que una duradera y magnifica nota le diese fin al espectáculo, el deseo del incrédulo animalillo se realizó; la violinista alzó su mirada. Él lo sentía, lo había observado, no, lo estaba observando, atónita. Ella solo había contemplado gatos de teñidos claros en su corta edad, por lo que a sus ojos parecía ser algo ajeno de mirada inexpresiva.

Con su mirada todavía apegada a la de él, liberó ambas facciones de su instrumento, quienes se desplomaron sobre el mullido césped oliva que bastó para suavizar su impacto, y echó a correr hacia la añosa choza detrás de ella; un sitio al que podría llamar hogar.

Él sabía lo que había ocurrido; la pequeña había huido atemorizada. Al menos no lo había dañado, aunque mejor era escapar antes de que alguien más acuda en su rescate y le hiciese el favor. Brincó desde el linaje más alto del árbol donde reposaba, y decidió volver a perderse en el horizonte.

Pero algo lo sobresaltó, una presencia detrás de sí, y la curiosidad le exigió darse la vuelta.

Allí estaba la pequeña niña, de mirada algo desconcertada y la cabeza ladeada. En una de sus frágiles manos cargaba un botiquín de primeros auxilios y en la contraria una achatada lata de atún abierta.