[Tarde del 24 de diciembre]
A medida que se acercaba la hora de la cena, Rose y Adrien fueron preparando lo necesario para la cena de Navidad. Por la mañana bajaron en coche hasta Meinare para recoger los diversos pedidos que su abuela había encargado en la carnicería, la verdulería y, sobre todo, en la pastelería de su vieja amiga Margerite, que hacía los mejores dulces de toda la ciudad. Y por la tarde se dedicaron a cocinar y a ensuciarse bien las manos mientras elaboraban minuciosamente los platos para la velada de aquella misma noche. Disfrutaron como unos niños pequeños cantando y bailando al son de la música, pasando un momento bastante divertido y entretenido. El joven veinteañero, apoyado en el marco del enorme ventanal, admiraba el paisaje cubierto de un fino manto de nieve hasta que. De la casa de al lado vio salir a la familia al completo, abrigados hasta la cabeza. La fila la encabezaba Gareth, con una bolsa roja que arrastraba a duras penas por la nieve de la acera, después Grace, portando un plato grande de comida entre las manos y, finalmente, Noah, llevando una caja de tamaño mediano envuelta en papel de regalo.
«Ding, Dong. Ding, Dong...», sonó el timbre con insistencia.
—Ya voy yo, Adrien —gritó Rose desde la cocina a la vez que se secaba las manos con un trapo. Se acercó a la entrada y abrió la puerta, topándose con sus invitados—. ¡Buenas noches, queridos! Pasad, pasad. Mi nieto y yo ya hemos puesto la mesa.
—Buenas noches, Rose. He traído una tarta de galletas, la favorita de tu nieto —aquello último lo dijo la mujer en voz baja para que el muchacho no los oyera. Se miraron cómplices, y uno a uno fueron pasando al comedor.
Durante la velada navideña, se fueron sucediendo los halagos hacia Adrien: que le veían más alto, más guapo; pero, además, otras cosas que no dijeron, era que también parecía más triste, decaído y solitario. No había ingerido apenas dos o tres pedazos del pavo bañado en salsa, y no hacía más que picar el plato con el tenedor. El apetito se le había esfumado solo con el pensamiento de la bella Adeleine. Una lágrima se deslizó por su mejilla, no pudiéndola controlar. Los demás, al verlo tan acongojado, preguntaron que le sucedía. Éste no hacía más que negar con la cabeza y, cogiendo el plato medio lleno, lo dejó en la isla de la cocina, para posteriormente subir al balcón de su habitación. Todos se quedaron bastante sorprendidos.
—Rose, ¿Desde cuándo está así? —preguntó curiosa la mujer de Noah, mientras acababa de darle un trago a su vaso de agua.
—Creo que desde aquella llamada por teléfono cuando cenábamos en tu casa. No ha vuelto a ser el mismo. Bueno, desde que tu hija se... —al ver el gesto triste de la mujer, la agarró de la mano, transmitiéndole cariño y comprensión—. Mi nieto sabrá salir del embrollo de sentimientos en el que se encuentra, ya lo verás.
Ella asintió, no muy convencida.
—¿Te importa si voy a hablar con él? Tal vez le anime desahogarse con un hombre. Una conversación de machos, ya me entiendes —Noah levantó las cejas, provocando una sonrisa tonta en Grace, como aquellas que le recordaban la primera cita que tuvieron cuando tenían más o menos diecisiete años. La anciana, animada por la iniciativa, les dio las indicaciones del lugar donde probablemente estaría. Gareth fue detrás, ya que a él también se le podía considerar un macho. Ambos a base de empujones y risotadas, fueron subiendo los peldaños de la escalera y, mirando cada una de las habitaciones, encontraron abierta la puerta de la escalinata del desván. Allí permanecía él, inmerso en la melodía que emitía el viejo piano de su abuelo Jeoffrey. La mirada perdida del muchacho se perdía a través del paisaje que se veía por la ventana polvorienta. Las estrellas nocturnas y la luna iluminaban la tenue oscuridad del patio trasero donde, en verano, celebraban multitudinarias barbacoas.
—¿Se puede? —canturreó tocando a la puerta con los nudillos. Adrien ni se inmutó, y seguía impasible, deslizando sus hábiles dedos por encima de las teclas. Sonaba Nocturne de Chopin, según su criterio musical. El sentimiento y la pasión que le ponía le erizaba los vellos de los brazos y de la nuca como escarpias, porque dejaba su alma vagar junto a la música. Noah tocó un acorde, provocando que Adrien se diese cuenta de la presencia de padre e hijo en la habitación. Todos los trastos viejos de la casa se almacenaban allí, amontonados en varias pilas apoyadas en la pared de madera. Cajas y cajas de recuerdos olvidados y repudiados, obligados a estar encerrados en contra de su voluntad en aquel lugar oscuro y polvoriento—. Veo que sigues tocando el piano tan bien como recordaba, muchacho —le acarició el hombro derecho afectuosamente, e indicándole con la mirada si podía dejarle un hueco en la banqueta vieja. Cuando él era pequeño, iba cada tarde a casa de los Josher a que el cabeza de familia le enseñase el arte de tocar el piano—. ¿Te acuerdas de la canción que no dejabas de interpretar para mi pequeña princesa cuando se quedaba con nosotros? —las mejillas del veinteañero enrojecieron. Los ojos de aquella niña inocente le hacían palpitar tanto el corazón que creía que se le saldría del lugar que ocupaba en su diminuto cuerpo.
«Cómo no acordarse, fiel amigo».
Durante las vacaciones de verano, aun cuándo vivían los padres de Adrien, celebraban unas barbacoas en las que acudía muchísima gente, pese a que la mayoría de las veces siempre acababan borrachos como cubas, y cantando Born In The USA, de Bruce Springsteen. Pero aquellas reuniones tenían un poder que no lo tenían otras: la capacidad de reunir a las personas si bien todos estaban ocupados con sus respectivos trabajos y familias. También, mientras unos se llenaban de alcohol hasta las cejas, otros preferían alejarse de la multitud, por tal de buscar aventuras allá donde las hubiera. Huían a su casa del árbol, que fue construida por Noah y William —los respectivos padres de cada niño—, por el octavo cumpleaños de la niña de sus ojos.
En una de aquellas celebraciones, en vez de celebrar la tradicional comilona pasado el mediodía, la pospusieron a la hora de cena ya que, de tal modo, podrían disfrutar del paisaje nocturno enormemente decorado por diminutos puntitos plateados, que destacaban en aquella negrura espacial. Adrien y Adeleine se escaparon del campo de visión de los adultos y se ocultaron entre la maleza del bosque colindante. Después de unos largos minutos perdidos entre la frondosidad de los arbustos, lograron encontrar un desdibujado sendero, el cual los llevaría al calvero más despejado de la zona. La pequeña, con ganas de jugar, se agazapó tras un pequeño montón de helechos que crecían entre dos piedras. Arrastrándose por el suelo, logró colocarse delante de él y saltar encima, asustándolo. Las risas de ambos de oían por cada rincón del claro en el que estaban.
—¡Eso no vale, tramposa! —gritó Adrien, contento. Agarrándola por la cintura, empezó a hacerle cosquillas y no tardó en retorcerse como una serpiente, con lágrimas rodándole por los pómulos. Cuando pudo lograr que se detuviera, lo tiró al suelo y ella, detrás. En aquel preciso instante, el tiempo se paró unos instantes, inmortalizando ese ansiado momento. Pero, aunque desease darle un beso, tragó saliva y fue acercándola a su pecho, mientras que la estrechaba entre sus brazos—. Mira, una estrella fugaz. Cierra los ojos y pide un deseo —ésta obedeció sin rechistar.
—¿Sabes qué? —dijo tímida, con la mirada perdida en algún punto en el inmenso cielo.
—¿Qué? —la observaba curioso, ante la posible respuesta que le pudiese dar.
—Eres mi más bonita constelación, Adrien Collins. La más bella de todas —la sonrisa que se fue dibujando a lo largo de sus labios le embaucó completamente. ¿Qué le estaba haciendo esa chica? Muy fácil.
Se estaba enamorando absoluta y completamente de ella.
Fueron las lágrimas lo que le hicieron volver al mundo real. Unas gotitas detrás de otras fueron resbalándose de sus mejillas hasta caer sobre las teclas del piano, bañándolas de recuerdos. Su corazón se había roto desde su marcha y ahora, ahí estaba: perdido, solo y olvidado, tal como un muñeco de trapo abandonado por su niño. Noah, al ver que lloraba, le brindó un cálido abrazo paternal, al que su hijo de igual manera se unió.
—Yo también la echo de menos, muchacho. No hay día en la que no piense en ella cuando nació, cuando empezó a dar sus primeros pasos, la primera vez que me gritó «Papá», su primer día de colegio, las elaboradas trenzas que le hacía su madre antes de marcharse en el autobús porque yo no tenía ni idea de hacerlas —sonrieron los dos más mayores—. Esos momentos nunca se irán de mi mente, y menos, de mi corazón —dándose golpecitos con la mano sobre el pecho, probó que aquello, era realmente cierto. Nunca, por nada del mundo, su princesa abandonaría el único lugar más recóndito y profundo que el oscuro abismo: el lugar donde el amor y el cariño se juntan y brindan al mundo su más entera felicidad que, en su caso, era su pequeña Adeleine.
ESTÁS LEYENDO
[PERSEUS] - #Wattys2017
Novela Juvenil«Eres mi más bonita constelación, Adrien Collins». Así acababa la última carta que Adeleine Josher le entregó al que fuera su mejor amigo y confidente de pesadillas, apodado cariñosamente como 'Perseus'.